La dedicación de una Iglesia


¿Es posible que Dios habite en un lugar?

La dedicación de una iglesia es la consagración de un lugar como lugar de la presencia de Dios, como lugar en el que Dios, de algún modo, habita, mora. Es, por lo tanto, reconocer y constituir ese lugar como “templo”. Al reflexionar sobre ello, la primera cuestión que se nos plantea es la de preguntarnos si tiene sentido creer que Dios, que ha creado el universo entero, que es su Señor absoluto y que es soberanamente libre, se va a comprometer a estar especialmente presente en un lugar.

En todas las religiones el templo representa el lugar en el que Dios se hace presente de modo especial, para recibir el culto de sus fieles y dispensar sus favores. Es un lugar que se convierte en sagrado por la presencia de la divinidad. El templo es el lugar de la presencia invisible de Dios, es la casa de Dios, el lugar en el que habita para siempre. Tal es la pretensión que el creyente tiene en relación al templo: que sea siempre un lugar en el que mora la divinidad y se hace alcanzable para el hombre.

La Biblia, sin embargo, matiza esta pretensión humana enseñando que Dios no puede estar “encerrado” en el templo –“porque los cielos y los cielos de los cielos no te pueden contener” (1Re 8,27)- y que cuando el creyente ora en el templo Dios lo escucha desde el cielo, que es el lugar donde Él reside (1Re 8,30). El Deuteronomio precisa que sólo el Nombre de Dios habita en el templo, el Nombre que expresa y representa la persona (Dt 12, 5.11). Por lo tanto, la presencia de Dios en el templo es un don que no se ejerce de manera mágica y que Dios puede retirar si el pueblo es infiel. De hecho los profetas lucharon mucho para que la adhesión de los israelitas al templo no se transformara en una creencia supersticiosa en la eficacia casi mágica de la presencia de Dios, como si Dios estuviese obligado a defender el templo a cualquier precio (Jr 7,4), incluso si el pueblo no practica la ley, o si el culto que se celebra en él es superficial (Is 1,11-17) o incluso idolátrico (Ez 8,7-18). Y como las advertencias de los profetas no consiguieron evitar esos graves defectos, Dios, para salvar el sentido auténtico del culto, permitió la destrucción del templo por manos de Nabucodonosor (2Re 25,8-17).

Al contemplar la historia de la salvación observamos que, ya desde los tiempos de los Patriarcas, Dios se hace presente en la vida de los hombres cuando Él quiere y cómo Él quiere, casi siempre de un modo inesperado y desconcertante, como cuando Abraham estaba sentado a la puerta de su tienda, en el encinar de Mambré, en el momento más caluroso del día (Gn 18,1ss), o cuando Jacob, que iba huyendo de la cólera de su hermano Esaú, se echó a dormir en un descampado, tomando una piedra como cabezal, y tuvo un sueño en el que vio una escalera que unía el cielo y la tierra, por la que subían y bajaban los ángeles de Dios y en cuya cima estaba el Señor que le hablaba (Gn 28,10-22). En todos estos casos siempre la iniciativa de hacerse presente es exclusiva de Dios: nada ni nadie puede “obligar a Dios” a hacerse presente, sino que es siempre Él, con su libertad soberana, quien decide hacerse presente de una determinada manera y en un determinado lugar.

Sin embargo, el Dios que es soberanamente libre, se muestra también abierto y receptivo hacia las iniciativas de los hombres con los que Él ha hecho alianza. Es de ese modo como aparecen, en la historia del pueblo de Israel, realidades tan importantes como la monarquía o el templo, a pesar de que la primera reacción de Dios ante ellas es de rechazo o de crítica severa, o por lo menos de expresión de serias reservas al respecto. Así por ejemplo, cuando Abimelek fue proclamado rey, su hermano Jotam, desde la cumbre del monte Garizim, proclamó un apólogo en el que se criticaba terriblemente la realeza (Jc 9,7-21). Y cuando, más adelante, el pueblo le pide a Samuel que les dé un rey, el Señor, sorprendentemente, le dice a Samuel que les haga caso “porque no te han rechazado a ti, me han rechazado a mí, para que no reine sobre ellos” (1S 8,7). Y cuando el rey David concibe el proyecto de construir el templo, la primera palabra que le dirige Dios a través del profeta Natán es como de reserva: “¿Me vas a edificar tú una casa para que yo habite? (…) ¿he dicho acaso a uno de los jueces de Israel (…): ¿por qué no me edificáis una casa de cedro?” (2S 7,1-17), aunque después acepta que sea Salomón, el hijo y sucesor de David, quien le construya el templo. De modo que, en la relación de Dios con su pueblo, Dios lleva siempre la iniciativa, pero se muestra receptivo hacia las iniciativas de los hombres, hacia sus deseos de poder encontrarle y estar con Él.

En esta dinámica relacional se producirá la revelación y la entrega de la presencia definitiva de Dios a los hombres en el acontecimiento de Jesucristo. Fue Cristo quien dijo: “Destruid este Santuario y en tres días lo levantaré (…) Él hablaba del Santuario de su cuerpo” (Jn 2,19-21). El templo definitivo que Dios ha dado a los hombres, al llegar los tiempos mesiánicos –que han comenzado con la resurrección de Jesucristo-, es el cuerpo de Cristo, que es simultáneamente una realidad física (el cuerpo que tomó de María la Virgen), comunional (la Iglesia que es su cuerpo) y eucarística (“tomad y comed, esto es mi cuerpo”). 

Nuestras iglesias de piedra, ladrillo, madera o de cualquier otro material, merecen ser llamadas “templos” porque son a la vez el lugar de reunión de la comunidad cristiana, es decir, del cuerpo “comunional” de Jesucristo y el lugar de celebración de la Eucaristía –en la que se nos da Cristo con su cuerpo y su alma, su humanidad y su divinidad- y donde, además, conservamos en el sagrario el cuerpo eucarístico del Señor, por lo que, con toda razón, se puede decir de la más humilde capilla católica que “el Señor está aquí y te llama” (cf. Jn 11,28), es decir, que es, en el sentido más fuerte de la palabra, un “templo”.

Para comprender el significado de la dedicación, vamos a reflexionar sobre la oración de dedicación que pronuncia el obispo y sobre los tres grandes gestos que realiza: la unción del altar y de los muros de la iglesia con el santo crisma, la incensación del altar y de la iglesia y la iluminación del altar y de la iglesia.

La oración de dedicación 

La primera acción que realiza el obispo para dedicar una iglesia es orar, es decir, dirigirse a Dios y suplicarle humildemente que se digne habitar en esta casa, que se digne estar especialmente presente en ella. Orar significa reconocer la trascendencia de Dios, su libertad soberana, siendo conscientes de que nosotros no podemos, de ningún modo, “obligar” a Dios a hacerse presente en este lugar, pero sí que podemos pedírselo, suplicárselo, y, como le conocemos, porque se ha dignado revelarse a nosotros y llevamos ya unos cuatro mil años de trato con Él (desde Abraham), sabemos que Él escuchará nuestra súplica y consagrará este lugar con su presencia, tal como le dijo al rey Salomón cuando terminó de construir el templo: “He escuchado la plegaria y la súplica que has dirigido delante de mí. He santificado esta Casa que me has construido para poner en ella mi Nombre para siempre; mis ojos y mi corazón estarán siempre en ella” (1R 9,3).

En la oración para la dedicación de una iglesia se afirman cuatro grandes verdades. La primera de ellas es que el templo en su materialidad, es decir, el edificio, es una imagen del misterio de la Iglesia: “Este edificio hace vislumbrar el misterio de la Iglesia (…) Es la Iglesia feliz, la morada de Dios con los hombres (…) Es la Iglesia excelsa (…) en la cual brilla perenne la antorcha del Cordero”. Con estas palabras la Iglesia se describe a sí misma como el lugar en el cual resplandece la luz de Cristo. La Iglesia es, como dice san Pablo, “la casa de Dios, que es la Iglesia de Dios vivo, columna y fundamento de la verdad” (1 Tm 3,15). Ella no es Dios, ni es la Verdad, pero sí que es la “casa”, la “columna” sobre la que resplandece la luz de la Verdad, y por eso ella es “feliz” y “excelsa”. “Feliz”, porque Cristo, que está presente en ella, es el único que sacia por completo los anhelos (de Verdad, de Bien y de Belleza) que hay en el corazón humano. “Excelsa” porque con la luz de la presencia de Cristo, descubrimos y entramos en un nivel ontológico superior, en algo que es mucho más de lo que, analizando nuestras expectativas, podríamos esperar, algo que Pablo enuncia hablando de “lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que lo aman” y que a nosotros nos lo ha revelado por medio del Espíritu que “lo sondea todo, hasta las profundidades de Dios” (1Co 2,9-10). La “excelsitud” que nos revela la iglesia es el hecho de que, en Cristo, estamos llamados a ser “partícipes de la naturaleza divina” (2P 1,4), es decir, el misterio de la divinización del hombre.

La segunda gran verdad que enuncia esta oración es que el templo tiene que ser una casa de oración: “Esta casa de oración (…) y que suba hasta ti la plegaria por la salvación del mundo”, dice la oración de dedicación del templo. Si se le pide a Dios que se digne habitar en este lugar es para poder tener un acceso fácil a su presencia y poder presentarle nuestras súplicas. Al mismo tiempo la oración precisa que nuestras súplicas tienen que ser “por la salvación del mundo”. No se trata, pues, de nuestros pequeños –o no tan pequeños- problemas personales, sino de la salvación del mundo, que es la gran “intención” que tiene Dios y por la que el Hijo de Dios se ha hecho hombre: “porque no he venido para juzgar al mundo, sino para salvar al mundo” (Jn 12, 47). “Que todos los hombres se salven” no es sólo la voluntad de Dios (1Tm 2,4) sino también la esperanza de la Iglesia. Pues el Dios que “encerró a todos los hombres en la rebeldía para usar con todos ellos de misericordia” (Rm 11,32), quiere que “todos los hombres se salven” (1Tm 2,4). La iglesia, sensible al amor infinito con que Dios ama a los hombres, no deja de ofrecer y de anunciar en su liturgia la sangre de Cristo derramada “por todos los hombres”. Todo el trabajo y la oración de la Iglesia tienen como finalidad conseguir la salvación de todos los hombres. La Iglesia suplica a Dios lo que Dios quiere que le supliquemos: que su designio de salvación se realice y alcance a todos los hombres.

La tercera gran verdad es la de la identidad esencial entre la Iglesia terrena y la Iglesia celestial, de modo que se pide “que resuene aquí la alabanza jubilosa que armoniza las voces de los ángeles y de los hombres (…) y resuene agradecido el cántico de los bienaventurados”. Por eso la Iglesia, en su liturgia, recoge diferentes himnos que se cantan en el cielo -y que nos narra el libro del Apocalipsis- y los incorpora a la liturgia de las horas, en el rezo de vísperas, como también recoge las palabras que pronuncian los serafines ante el trono de Dios (“santo, santo, santo”) y que nosotros repetimos en la Eucaristía, añadiéndoles las palabras que pronunciaron los niños hebreos el día en que Jesús entró en Jerusalén a lomos de un pollino. Todo lo cual nos recuerda que “somos ciudadanos del cielo” (Flp 3,20) y que ahora, en nuestra existencia terrena, no dejamos de ser “extranjeros y peregrinos” (Hb 12,13). Por tanto el templo es el lugar donde se tocan el cielo y la tierra, donde “se abre el cielo” (Mt 3,16; Lc 3,21) y donde se trasparenta algo de la belleza de la Jerusalén celestial, la ciudad del Dios vivo, poblada por miríadas de ángeles y por los espíritus de los justos llegados ya a su perfección, como dice la Carta a los hebreos (Hb 12, 22-23).

Finalmente, la cuarta gran verdad que esta oración nos recuerda es que este lugar –el templo, la parroquia- tiene que ser un lugar de misericordia, de verdad y de libertad. “Que los pobres encuentren aquí misericordia”, pide la oración. Es una llamada a la caridad, a dejarse interpelar por las necesidades tanto materiales como espirituales de los pobres: “Si alguno que posee bienes de la tierra, ve a su hermano padecer necesidad y le cierra su corazón, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios?” (1Jn 3,17). “Que los oprimidos alcancen la verdadera libertad”, sigue pidiendo la oración. La libertad es fruto de la adhesión a la Verdad, que es Cristo (Jn 14,6), tal como dijo el propio Señor: “Si os mantenéis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn 8,31-32). “Y que todos los hombres sientan la dignidad de ser hijos tuyos”, añade la oración de dedicación. 

Esta petición comporta que la parroquia sea un núcleo de evangelización, porque solo el conocimiento y el encuentro con Jesucristo es lo que le da al hombre la conciencia de su dignidad de hijo de Dios. Quien no conoce a Cristo, se tiene que pensar a sí mismo necesariamente como hijo de su padre y de su madre, de su tiempo, de su cultura, de su sociedad, etc. etc. Sólo conociendo a Cristo y encontrándose con Él, descubrimos que, más allá de todas esas filiaciones que todos tenemos, poseemos una filiación más radical y constitutiva, por la que nos podemos dirigir a Dios llamándole “¡Abbá, Padre!” (Rm 8,15). Por lo tanto se le pide a Dios que este templo sea un lugar donde se explicite y se haga patente la mirada de Dios sobre los hombres, esa sorprendente mirada que, a pesar de nuestra pequeñez (Sal 8,5: “¿qué es el hombre para que te acuerdes de él?”) y de nuestro pecado, por el que, en verdad, no merecemos ser llamados hijos suyos (Lc 15,21), Dios, sin embargo, nos sigue llamando hijos.

La unción del altar y de los muros de la iglesia 

La unción del altar y de los muros del templo con el santo crisma, hecho con aceite perfumado con hierbas aromáticas (cf. Ex 30,22-25), es el signo exterior de la elección divina, del hecho de que Dios, en su libertad soberana, se ha dignado elegir aquello que se unge para hacerse presente en ello de un modo especial. Es un gesto muy antiguo, que la Biblia nos muestra ya en el patriarca Jacob quien, al despertar del sueño en el que había visto a ángeles subir y bajar por una misteriosa escalera que unía el cielo y la tierra, en cuya cima estaba Yahveh que le hablaba asegurándoles una gran descendencia y dándole la tierra en la que estaba acostado, al despertarse dijo: «“¡Así pues, está Yahveh en este lugar y yo no lo sabía!” Y asustado dijo: “¡Qué temible es este lugar! ¡Esto no es otra cosa sino la casa de Dios y la puerta del cielo!” Levantóse Jacob de madrugada, y tomando la piedra que se había puesto por cabezal, la erigió como estela y derramó aceite sobre ella. Y llamó a aquel lugar Betel» (Gn 28,16-19). Betel significa “casa de Dios”.

El aceite no sólo significa la elección de Dios sino también la irrupción del Espíritu que toma posesión de lo ungido, como se ve, por ejemplo, en la elección y unción de David como rey de Israel por el profeta Samuel: “Tomó Samuel el cuerno de aceite y le ungió en medio de sus hermanos. Y a partir de entonces, vino sobre David el espíritu de Yahveh” (1S 16,13). Este nexo fundamental entre la unción con aceite y el Espíritu Santo es el que hace que, en cuatro de los siete sacramentos cristianos –el bautismo, la confirmación, el orden y la unción de enfermos- se use aceite.

La incensación 

“Que mi oración suba hasta ti, Señor, como incienso en tu presencia” (Sal 140,2), dice un salmo. El perfume del incienso es como un símbolo de la oración, del culto perfecto a Dios, del sacrificio incruento con el que todas las naciones darán culto a Dios en los tiempos mesiánicos, tal como anunciaron los profetas (Mal 1,11; Is 60,6). Por eso los magos de Oriente, que reconocen en el niño Jesús al Mesías prometido a Israel y que, por lo tanto, creen que los tiempos mesiánicos se han indicado ya con el nacimiento de este niño, uno de los dones que le ofrecen es precisamente el incienso (Mt 2,11).

Quemar incienso equivale a adorar y por eso la Escritura critica al pueblo de Israel porque “quemaba incienso en los altos”, acusándolo de idolatría, de dar culto a los falsos dioses que se asociaban a distintos lugares (1Re 22,44; 1Mac 1,55). Hubo muchos cristianos, durante las persecuciones de los primeros siglos, que murieron mártires por negarse a quemar incienso delante de la estatua del emperador, porque el honor del incienso lo reservaban solo para Dios.

El culto perfecto fue realizado por Cristo en su muerte y resurrección; en él se ofreció a Dios “en sacrificio de olor agradable”, dice san Pablo (Ef 5,2). El cristiano, unido a Cristo por el bautismo, debe exhalar “el buen olor de Cristo” (2Co 2,14-17): “somos para Dios el buen olor de Cristo” (2Co 2,15). Y el Apocalipsis compara las oraciones de los santos a “copas de oro llenas de perfumes”.

Con este gesto la liturgia nos recuerda que nuestra parroquia debe exhalar el buen olor de Cristo, que quienes se acerquen a nosotros deben sentir el olor de un perfume desconocido quizás todavía para ellos –pienso, por ejemplo, en los musulmanes, en los no creyentes- y que es, en realidad, el perfume de Cristo, perfume de humildad, de sencillez, de perdón y reconciliación, de misericordia. Por eso el obispo dice: Suba, Señor, nuestra oración como incienso en tu presencia y, así como esta casa se llena de suave olor, que en tu Iglesia se aspire el aroma de Cristo”.

La iluminación 

“Dios es Luz sin tiniebla alguna. Si decimos que estamos en comunión con él, y caminamos en tinieblas, mentimos y no obramos la verdad” (1Jn 1,6). Cristo es la luz de Dios que ha venido al mundo, tal como él mismo dijo: “Yo soy la luz del mundo” (Jn 8,12). La Iglesia, que es el lugar donde resplandece Cristo, tiene que ser, por lo tanto, el lugar donde se proclama la verdad en toda su plenitud. Por eso el obispo, al iluminar la iglesia, suplica: “Brille en la Iglesia la luz de Cristo para que todos los hombres lleguen a la plenitud de la verdad”.

La plenitud de la verdad es Cristo y la salvación del hombre comporta el reconocimiento de este hecho y la adhesión a él. Por eso san Pablo afirma que Dios, nuestro Salvador, “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad” (1Tm 2,4): la salvación no es ajena al conocimiento de la verdad y por eso la Iglesia debe proclamar la plenitud de la verdad frente a las numerosas “fábulas” que la distorsionan, tal como profetizó el mismo Pablo al escribir: “Porque vendrá un tiempo en que los hombres no soportarán la doctrina sana, sino que, arrastrados por sus propias pasiones, se harán con un montón de maestros por el prurito de oír novedades; apartarán sus oídos de la verdad y se volverán a las fábulas” (2Tm 4,3-4). Por eso y frente a eso, Pablo le dice a Timoteo: “Proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina” (2Tm 4,2). Urge mostrar la Verdad en todo su esplendor (“Veritatis splendor”), en toda su belleza, para que se perciba así la inconsistencia de los ídolos y los hombres adhieran gozosamente a ella.