El Templo de la Nueva Alianza


El templo de la Nueva Alianza es el cuerpo físico de Cristo, inmolado en la Cruz y entregado a nosotros en la Eucaristía

El texto capital donde se muestra que el cuerpo físico de Cristo es el verdadero y único santuario de los tiempos mesiánicos es el que nos entrega Juan en el diálogo inmediatamente posterior a la expulsión de los vendedores del Templo: "Los judíos entonces replicaron diciéndole: «¿Qué signo nos muestras para obrar así?» Jesús les respondió: «Destruid este santuario y en tres días lo levantaré.» Los judíos le contestaron: «Cuarenta y seis años se ha tardado en construir este santuario, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?» Pero él hablaba del santuario de su cuerpo. Cuando fue levantado, pues, de entre los muertos, se acordaron sus discípulos de que había dicho eso, y creyeron en la Escritura y en las palabras que había dicho Jesús" (Jn 2,18-22). En este texto se afirman dos verdades decisivas: que el verdadero templo es el cuerpo de Cristo, pero que para serlo ha de pasar por una destrucción y una reedificación.

"El último día de la fiesta, el más solemne, Jesús puesto en pie, gritó: «Si alguno tiene sed, que venga a mí, y beberá el que cree en mí, como dice la Escritura: De su seno correrán ríos de agua viva" (Jn 7,37-38). Estas palabras de Jesús en la fiesta de las tiendas, en Jerusalén, indican que Jesús se identificaba con la Roca de la que Moisés había hecho brotar el agua, y también con el templo de Ezequiel, de Zacarías y de Joel, de cuyo costado debía brotar un manantial. "Aquel día habrá una fuente abierta para la casa de David, y para los habitantes de Jerusalén, para la purificación del pecado y de la inmundicia" (Zac 13,1). Y cuando del costado de Cristo muerto en la cruz y atravesado por la lanza del soldado broten "sangre y agua" se verá que Él es el verdadero y definitivo Templo anunciado por los profetas.

Él es el verdadero santuario, mas no llega a serlo sino pasando por un "bautismo" (= inmersión y resurgimiento: Mt 10,38; Lc 12,50), por una muerte y una resurrección, ideas en cuya comprensión no entraron los apóstoles sino después de la experiencia pascual, pese a que Jesús había aludido con frecuencia a ellas. Anunciar que su cuerpo no llegaría a ser ese santuario sino pasando por una condena a muerte y una exaltación, equivale, asimismo, a hacernos saber que el único santuario verdadero es el cuerpo inmolado de Cristo.


"En Cristo habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad" (Col 2,9). Cristo es corporalmente el Templo de los tiempos mesiánicos, el único y definitivo templo, fuera del cual no se puede dar ningún culto agradable a Dios. Y ese templo es espiritual -porque está henchido del Espíritu Santo, que es quien lo ha resucitado- y corporal a la vez -porque es el mismo cuerpo que nació de la Virgen María. Por ello el culto que se celebra en este templo es, a la vez, espiritual y corporal. De hecho, los sacrificios espirituales que san Pablo quiere que ofrezcan los cristianos, son los de nuestros cuerpos (Rm 12,1); los salmos, himnos y cánticos, que se cantan con la boca, son "espirituales" (Col 3,16; Ef 5,19). Por ello en el templo espiritual de los tiempos mesiánicos, se encuentra una liturgia que es, a la vez, plenitud, presencia, realidad plenamente sensible y plenamente espiritual. Y ese culto se continuará en toda su plenitud en la eternidad, donde el Apocalipsis nos presenta una liturgia llena de colores, de cantos, de símbolos, de incienso, que es una proyección o continuación celeste de la liturgia de la Iglesia.

"Espiritual", en el sentido bíblico y cristiano de la palabra, no se opone a corporal. Nada es más espiritual que el cuerpo de Jesucristo formado, precisamente, por el Espíritu Santo en el seno de María Virgen. El Nuevo Testamento da el nombre de cuerpo de Cristo a tres realidades que están mutuamente enlazadas: el cuerpo carnal, físico, de Cristo, que nació de María, que padeció murió, resucitó y subió a los cielos; el cuerpo eucarístico y sacramental de Cristo que recibimos en la Eucaristía; y el cuerpo "comunional" o "eclesial" del que son miembros los fieles cristianos, la Iglesia. El encadenamiento de estas tres realidades a las que la Escritura da el nombre de cuerpo, es la clave de la idea sacramental católica. Estas tres realidades están vinculadas la una a la otra: la primera (cuerpo físico de Cristo) toma la forma de la segunda (cuerpo eucarístico de Cristo) para poder existir en la tercera (cuerpo eclesial de Cristo).

San Juan Crisóstomo comenta el hecho de que Jesús haya querido ofrecer su sacrificio (es decir, morir y resucitar), fuera de la ciudad de Jerusalén y de su Templo diciendo: "Dios había ordenado a los judíos que ofrecieran sus sacrificios y rezaran en un lugar único y peculiar, porque la tierra estaba llena de los sacrificios y la suciedad de la idolatría. Pero al venir Cristo, al padecer la muerte fuera de la ciudad, purificó toda la tierra y ha hecho de toda ella lugar propicio para la oración. ¿No es así como lo entiende san Pablo, cuando recomienda orar en todo lugar, levantando las manos puras, sin ira ni turbación de espíritu? (1Tm 2,8)". El misterio pascual de Jesucristo nos ha liberado de la geografía: dondequiera que se celebre la Eucaristía, allí está el verdadero y definitivo Templo, que es el cuerpo de Cristo.


El templo de la Nueva Alianza es la Iglesia


Para los Padres, todo tiende hacia esto: la Iglesia es impensable sin Cristo, pero también Cristo es impensable sin la Iglesia; el misterio de Cristo engendra inmediatamente el misterio de la Iglesia, su cuerpo. Desde el momento en que el Verbo asume nuestra carne, muere y resucita -cosas todas que realizó por nosotros- la humanidad ha sido alcanzada, transformada, asumida a una nueva vida, de la que Cristo es, por ella y en ella, su principio. En una palabra, la realidad de Cristo entraña la de la Iglesia, que es su verdadera razón de ser.

He aquí por qué, al paso que Jesús se presenta como el que debe reemplazar al Templo, los apóstoles identifican, sin vacilación, el nuevo Templo con la Iglesia. Es de notar que los textos que presentan a Cristo como templo, pasan, sin transición, a decir a los cristianos que ellos son, a partir de Cristo y por Él, un mismo y único templo: reléanse Ef 2,20-22 y 1P 2,4-5.

Ef 2,20-22: "Edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo, en quien toda edificación bien trabada se eleva hasta formar un templo santo en el Señor, en quien también vosotros con ellos estáis siendo edificados, para ser morada de Dios en el Espíritu".

1P 2,4-5: "Acercándoos a él, piedra viva, desechada por los hombres, pero elegida, preciosa ante Dios, también vosotros, cual piedras vivas, entrad en la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo".

Todos los cristianos son, personalmente, templo de Dios. Allí donde haya un fiel, hay un templo de Dios; y, sin embargo, de muchos fieles no se sigue que haya muchos templos, pues Aquel que habita en todos y santifica a todos es único. Todos los fieles conjuntamente, semejantemente como cada uno de ellos, constituyen un único templo santo en el Señor (Ef 2,21). 

El templo de Dios es esta única Persona filial y real que es Jesucristo, y nosotros en Él y con Él. Cristo inmolado y resucitado es el verdadero templo; pero todos aquellos que están orgánicamente unidos a Él por el bautismo, es decir, la comunidad de los fieles, la Iglesia, es igualmente el verdadero templo, porque no podemos separar lo que Dios ha unido y Dios ha unido a Cristo como Cabeza con su Cuerpo que es la Iglesia (Ef 1,22). La comunidad de los fieles, representada en la tierra como militante y en el cielo como una asamblea litúrgica en el término gozoso de su peregrinación, es la inhabitación de Dios, es decir, su templo.

Quizás ha sido san Pedro, en su primera carta, quien mejor ha sabido mostrar esta realidad. Los cristianos, por la fe y el bautismo, han sido incorporados a Jesucristo y son invitados a acercarse a Él, piedra viviente, piedra angular. El destino espiritual de los fieles está enteramente determinado por esta piedra viva que les atrae hacia sí para integrarlos en la edificación de un templo espiritual mediante un sacerdocio santo. Forman, pues, un templo, pero un templo hecho de piedras vivas y que celebra él mismo su culto. Este culto no es otro que el único sacrificio de Jesucristo, que actualiza continuamente en el tiempo y el espacio la celebración eucarística y que engloba y asume los "sacrificios espirituales" de la vida santa de los fieles, que vienen a ser así "aceptos a Dios por Jesucristo". El verdadero templo de Dios es el cuerpo inmolado y glorificado de Cristo, pero nosotros somos miembros de ese cuerpo, coedificados sobre el fundamento de esa piedra única.


La edificación (construcción) de la Iglesia


Si Cristo es el fundamento a partir del cual y según el cual debe ser construido todo, es también el plan y el modelo que hay que llevar a cabo; en sus dimensiones de plenitud, es Él el término y como la elevación o volumen total que debe alcanzar la construcción. Cristo es, a la vez, el fundamento, punto de partida de la construcción, y su término, la plenitud hacia la que ella asciende y que debe realizar.

"En Él", "en Cristo" significa esencialmente a partir de Cristo, en dependencia de Él y según Él: todo el templo procede de Cristo, toda la edificación se hace a partir de Él, en dependencia de Él y según Él. Y si Cristo es el principio y el fin de la Iglesia-templo, los cristianos son, a la vez, materia de la construcción y constructores.

Algunos cristianos tienen una función o responsabilidad peculiar. Están, en primer lugar, los Apóstoles, cuya función es echar los cimientos (1Co 3,10; Rm 15,20). Esto significa colocar como base de todo el único fundamento válido, el testimonio apostólico sobre el hecho y el misterio de Cristo, tal como se vio en la profesión de fe que hizo Pedro en la región de Cesarea de Filipo, cuando, tras confesar la verdad de Cristo como Mesías e Hijo de Dios (“Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”), el Señor lo declaró bienaventurado y afirmó que sobre “esta piedra” (de la confesión de fe de Pedro) edificaré mi Iglesia (cf. Mt 16,13-20). También están los profetas cuya función es la de interpretar correctamente el sentido de los hechos en relación con la realización del plan salvífico de Dios. Apóstoles y profetas son llamados a veces por san Pablo "fundamento", pero lo son solo por referencia a Cristo, que es el único fundamento. 

También están los ministros que son quienes continúan la construcción sobre el fundamento puesto por los apóstoles y profetas mediante su predicación, en la que tienen que tener en cuenta una total exigencia de pureza, puesto que están construyendo el templo de Dios. Esa exigencia de pureza no se realiza mediante las prescripciones legales del Antiguo Testamento, sino mediante la fe, que es la única que purifica el corazón (Hch 15,9). Las exigencias de pureza para con el templo mesiánico no serán menores que las que requirió el templo de Salomón; incluso serán más severas, pues lo que hay aquí es más grande que el Templo (Mt 12,6), y más que Salomón (Mt 12,42; Lc 11,31). San Pablo (1Co 3,10-15) advierte: "¡mire cada uno cómo edifica!" (1Co 3,10). Se puede construir con oro, es decir, con el puro Evangelio; se puede construir con plata: alguna espiritualidad válida, pero más o menos mezclada con datos humanos (cf. Col 2,8). Se puede edificar con madera, con heno o con paja: ciertas devociones sensibles, o alguna ideología a la moda, de acuerdo con los detritus de paganismo e ideología que quedan todavía en cada uno de nosotros y que sólo serán exorcizados totalmente por la Manifestación plena de Jesucristo. Ahora bien, como dice san Pablo, en ese Día, que será el del Juicio y de la purificación por el fuego, "se probará cuál fue la obra de cada uno". Ciertas construcciones que uno podría tomar por construcciones del templo de Dios, serán arrasadas. Y si algún ministro o fiel de ese templo hubiera falseado la pureza de la fe hasta el punto de destruir el templo en vez de edificarlo sobre su único fundamento, Dios lo destruirá (1Co 3,17).

También la carta a los Efesios (4,11-14) reitera la misma exigencia: "para que ya no seamos niños, que fluctúan y se dejan llevar de todo viento de doctrina por el engaño de los hombres, que para engañar emplean astutamente los artificios del error" (v. 14). Notemos bien que no se trataba, en el ambiente de Éfeso o de Colosas, de doctrinas antirreligiosas, sino, por el contrario, de doctrinas "religiosas". Únicamente que añadían y entremezclaban con la fe apostólica sus especulaciones, una gnosis y un culto tributado a las potencias celestiales. En una palabra, heno y paja. Hay en ello, a los ojos de san Pablo, una especie de profanación del templo, una introducción de ídolos en la casa de Dios.

Y otra exigencia es siempre la de ser "constructivos", es decir, la de buscar siempre el crecimiento del edificio espiritual que es la Iglesia, de tal manera que la diversidad de los dones que Dios reparte (1Co 12,4-11; Ef 4,7-11) no derive en oposición sino que contribuya a la edificación del cuerpo en Cristo (Ef 4,12-13) en la unión y en el amor (Ef 4,16). La ley del tiempo de la Iglesia es la unidad del Espíritu, principio de unidad del cuerpo (1Co 12,13; Ef 4,3-4).


El cuerpo del cristiano como templo del Espíritu Santo


El Espíritu Santo no es simplemente una energía que actúa en nosotros. Así se manifestaba, sin duda, en el Antiguo Testamento, en los Jueces. En los profetas, a quienes impulsaba a hacer esto o aquello y en quienes era una fuerza impulsora de acciones particulares. Ahora nos dice san Pablo el Espíritu habita en nosotros (Ga 4,6; Rm 8,15) con lo que quiere expresar una presencia estable, un principio que gobierna nuestro ser. Aquel que habita en la casa es dueño de ella y la gobierna. Del hecho de la inhabitación del Espíritu Santo en nosotros se sigue que ya no nos pertenecemos a nosotros mismos, que estamos consagrados, que somos de Dios, a imagen de Cristo resucitado, muerto al pecado y vivo para Dios (Rm 6,10-11). Dios destruirá a quien no haya respetado en sí mismo la sagrada propiedad de Dios (1Co 3,16-17).

Pablo agrega una precisión muy importante: el sujeto de esta inhabitación, con todas las consecuencias que entraña, es nuestro cuerpo. Ya cuando se trataba del pecado, era en nuestro cuerpo donde tenía su sede y donde reinaba, haciendo de él un cuerpo de pecado (Rm 6, 6 y 12), un cuerpo de muerte (Rm 7,24). Ahora por la vita in Christo, que es una vida en el Espíritu, es nuevamente nuestro cuerpo el que deviene templo de Dios e instrumento de justicia.

Los corintios, influenciados sin duda por la filosofía ambiente, justificaban un cierto naturalismo según el cual el cuerpo no tenía ningún valor moral, ni tampoco lo que se pudiera hacer con él: nuestras glándulas funcionan naturalmente, igual que nuestro estómago, y el comportamiento sexual no tiene por qué ser más ético que nuestra alimentación (cf. 1Co 6,13). San Pablo responde a este naturalismo enunciando en primer lugar un principio general: nuestro cuerpo no es una de las tantas cosas de la naturaleza; tiene una finalidad que es espiritual, pertenece al Señor y está destinado a resucitar como Él. De este principio general, Pablo desglosa tres grandes afirmaciones: 

(1ª) Nuestros cuerpos son miembros de Cristo. Poseen con Él, en el orden espiritual, una unidad análoga a la que se realiza, en el orden carnal, en la unión entre el hombre y la mujer. 

(2ª) Por la impureza, uno peca contra sí mismo, se deshonra a sí mismo. 

(3ª) Nuestros cuerpos son templos del Espíritu Santo; no nos pertenecen. Como consagrados, son para Dios y deben glorificarle guardándole dentro de sí.

Pablo dice "nuestros cuerpos". Para un judío formado en la Biblia como san Pablo, el cuerpo designa la persona viviente cuya actividad se manifiesta al exterior, la persona entera en su situación concreta.

San Cirilo de Alejandría ha escrito: "Israel no fue la morada espiritual, pneumática de Dios, Dios no habitó en ellos… Quienes vivieron antes de la Encarnación no participaron en el Espíritu Santo". Ésta es una fórmula de teología muy elaborada, que supone discutida y resuelta la difícil cuestión de la gracia antes de Cristo. El mismo san Cirilo, hablando en términos relativos al templo, escribe que los profetas han recibido únicamente una iluminación del Espíritu Santo que les permite comprender el futuro de la economía de la salvación, mientras que los fieles poseen al Espíritu Santo como huésped que habita en ellos; "así también somos nosotros llamados (por la Escritura) templos de Dios, mientras que nunca se ha visto que ninguno de los santos profetas haya sido llamado jamás templo de Dios". En el Antiguo Testamento todavía no se habla de que Dios esté en los hombres: quiere estar con ellos, y su presencia está más dirigida al pueblo como tal que a cada individuo. Lo cual no impide, ciertamente, que un hombre como Moisés fuera amigo de Dios en grado tal como pocas almas, sin duda, han alcanzado (cf. Dt 33,1; Nm 12,1-8; Jdt 8,23). Pero la presencia del Espíritu Santo no es tanto una inhabitación en las almas cuanto una presencia para guiar, para fortalecer, para hacer alcanzar un objetivo que es el designio de Dios.