La pobreza y la caridad

Sí, la pobreza es un valor cristiano. El pobre es el que sabe que él solo no puede vivir. Necesita a Dios y a los demás para existir, desarrollarse y crecer. Los ricos, al contrario, no esperan nada de nadie. Pueden satisfacer sus necesidades sin recurrir ni a los demás ni a Dios. En este sentido, la riqueza puede conducir a una gran tristeza y a una auténtica soledad humana, o a una espantosa miseria espiritual. Si un hombre necesita de otro para comer y sanar, genera necesariamente una gran dilatación del corazón. Por eso los pobres están más cerca de Dios y viven entre ellos una gran solidaridad: obtienen de esta fuente divina la capacidad de permanecer atento al otro.

La Iglesia no debe combatir la pobreza, sino librar una batalla contra la miseria y, especialmente, contra la miseria material y espiritual. Es vital comprometerse para que todos los hombres tengan lo mínimo con que vivir. Desde los primeros tiempos de su historia, la Iglesia busca transformar los corazones para desplazar las fronteras de la miseria. La Gaudium et spes nos invita a luchar contra las miserias, no contra la pobreza: “El espíritu de pobreza y de caridad son gloria y testimonio de la Iglesia de Cristo”.

No tenemos derecho a confundir miseria y pobreza, porque haríamos mucho daño al Evangelio. Recordemos lo que nos ha dicho Cristo: “A los pobres los tendréis siempre con vosotros, pero a mí no siempre me tendréis” (Jn 12, 8). Quienes quieren erradicar la pobreza hacen mentir al Hijo de Dios. Caen en el error y la mentira. El lenguaje de la ONU y de sus agencias, que quieren eliminar la pobreza confundiéndola con la miseria, no es el de la Iglesia de Cristo.

La miseria más profunda es no tener a Dios. Cor unum siempre intenta aportar ayuda material urgente, pero sin olvidar el consuelo de Dios. La caridad es servicio al hombre, y no se puede servir a la humanidad sin hablarle de Dios, pues muchas veces la raíz más profunda del sufrimiento humano es la ausencia de Dios.

Mi viaje a Japón, con motivo del fuerte seísmo de magnitud 9, del 11 de marzo de 2011, seguido de un tsunami, en el que murieron varios miles de personas, me marcó profundamente. Yo llegué al país el 13 de mayo de 2011. Dos meses después de la catástrofe quedaba todo por hacer. Me impactó el recibimiento de la población, mayoritariamente budista, que estaba desolada y, al mismo tiempo, llena de fortaleza. Durante esos días comprendí que las personas a las que visitaba no esperaban de mí únicamente una aportación material: pese a las diferencias de nuestras creencias religiosas, querían que les llevara la esperanza que procede de Dios. Por eso, después de distribuir la ayuda logística y económica del Papa entre una población sometida a una prueba tan dura, lo más importante que tenía que hacer era rezar. No podía sino acudir a Dios pidiendo por esos huérfanos de mirada tan triste, por esos hombres y mujeres que intentaban reconstruir sus casas, por esos ancianos extenuados. Me fui de allí muy conmovido, porque sabía que solo Él podía ayudar a los japoneses penetrando en lo más hondo de sus corazones. El dinero es necesario, pero existe una ternura que solo procede de Dios.

Me conmovió profundamente la carta que me escribió una joven budista dos meses después de mi regreso de Japón, en la que me decía: “Tras el terrible tsunami en el que hemos perdido a muchos miembros de nuestra familia y casi todos nuestros bienes, quería suicidarme. Pero después de escucharle a usted en la televisión, después de la paz y la serenidad que recobré viéndole rezar por los supervivientes y por los muertos, y del impacto de su recogimiento y de su silenciosa oración junto al mar; después de su emotivo gesto de arrojar unas flores al agua en memoria de todos los que fueron engullidos por el mar, renuncio a suicidarme. Gracias a usted ahora he comprendido y sé que, a pesar de este desastre, hay alguien que nos ama, que vive junto a mí y comparte nuestro sufrimiento, porque debemos valer mucho a sus ojos. Ese alguien es Dios. A través del Santo Padre y a través de usted he sentido su Presencia y su compasión. No soy católica, pero le escribo estas líneas para darle las gracias a usted y al Santo Padre Benedicto XVI por el inmenso consuelo que nos han aportado. Sé que, al igual que yo, otras personas han recibido esa preciosa ayuda espiritual que todos necesitamos, sobre todo en los momentos de pruebas tan tremendas e inmensas como esta”.

Yo no conocía a la persona que me escribió esa carta, que no había recibido de mí una ayuda material concreta. Pero esta joven budista me hizo comprender mejor que la caridad posee un valor en sí misma en tanto que testimonio de Dios, más allá de su eficacia técnica, económica, política o sociológica. Forma parte de la misión de la Iglesia, que consiste en manifestar el amor y la ternura de Dios, en hacer redescubrir la presencia, la compasión y el amor misericordioso del Padre en medio de nuestros sufrimientos. Esa japonesa me fue de gran ayuda para asumir mi misión como presidente del Pontificio Consejo Cor unum. 

El auténtico consuelo que debemos llevar a los pobres y a las personas que sufren alguna prueba es, además del material, el espiritual. Hemos de manifestarles el amor, la compasión y la cercanía de Dios. En la prueba, Dios está con nosotros. Marcha a nuestro lado en el camino de Emaús, el camino de la decepción, del dolor y el desaliento.

Algunas organizaciones católicas se avergüenzan y se niegan a manifestar su fe. Ya no quieren hablar de Dios en sus actividades caritativas, escudándose en que sería proselitismo. No obstante, en la Evangelii gaudium el papa Francisco escribe con mayor firmeza aún: “Puesto que esta Exhortación se dirige a los miembros de la Iglesia católica, quiero expresar con dolor que la peor discriminación que sufren los pobres es la falta de atención espiritual. La inmensa mayoría de los pobres tiene una especial apertura a la fe, necesitan a Dios y no podemos dejar de ofrecerles su amistad, su bendición, su Palabra, la celebración de los Sacramentos y la propuesta de un camino de crecimiento y de maduración en la fe. La opción preferencial por los pobres debe traducirse principalmente en una atención religiosa privilegiada y prioritaria”.

A lo largo de los siglos, el mayor don de Dios ha sido enviar, después de Cristo, a los santos que han dado su vida por los más pobres de los pobres. San Vicente de Paúl, san Juan Bosco, san Daniel Comboni o la madre Teresa de Calcuta pensaban en aquellos que no le importan a nadie. La victoria de la Iglesia ha quedado grabada en el corazón de todos los pobres que ha salvado durante generaciones. Y la caridad más grande es revelar a Dios manifestado en su Hijo en la Cruz. Para los cristianos lo esencial no reside exclusivamente en la ayuda material y social, sino en la lucha contra la miseria espiritual. La obra más hermosa en este mundo consiste en devolver a los hombres su idéntica dignidad de hijos de Dios y su capacidad de abrirse a la luz eterna. Sería un craso error dar preferencia a la obra social, económica o –peor aún- política en detrimento de la evangelización. Cuando se deja de anunciar a Cristo, ya no es la Iglesia la que actúa.


Autor: Cardenal Robert SARAH
Título: Dios o nada
Editorial: Palabra, Madrid, 2015
(pp. 167-169; 91-94; 312-313)