El sacerdocio de la Nueva Alianza


Jesucristo es el único sacerdote y la única víctima sacrificial de la Nueva Alianza 

En el sacerdocio hay una doble mediación, descendente y ascendente, tal como escribe santo Tomás de Aquino: “El oficio propio del sacerdote es ser mediador entre Dios y el pueblo, pues por una parte trasmite al pueblo las cosas divinas… y por otra ofrece a Dios las oraciones del pueblo, por cuyos pecados satisface, en cierta manera, ante Dios”. Cristo, sacerdote de la nueva ley, ejerce de un modo perfecto la mediación descendente y ascendente.

El oficio de mediador consiste en reconciliar las partes entre las que existe una diferencia, o al menos en acercarlas una a otra. El mediador, para cumplir bien su oficio, ha de tener relaciones con las dos partes que se han de reconciliar o unir. Cristo es mediador en este sentido porque une a los hombres con Dios, los reconcilia con Él. No ejerce mediación en su naturaleza divina sino en cuanto hombre: es en cuanto hombre como Cristo une a los hombres con Dios. El Verbo encarnado es mediador en su humanidad, en cuanto que esta humanidad es la de una persona divina. La unión hipostática es el fundamento de esta mediación y de su perfección, pues gracias a esta unión hay en Cristo plenitud de gracia. En la unidad de su persona, es la unión viviente de Dios y del hombre.

Esta afirmación es una doctrina de fe, íntimamente relacionada con el texto de 1Tm 2,5: “No hay más que un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, el cual se entregó a sí mismo para rescatarlos a todos”. Jesús, por su consubstancialidad con el Padre según la divinidad y por su identidad de naturaleza con nosotros, según la humanidad, tiene la posibilidad de desempeñar con plena efectividad la función esencial del sacerdocio, que consiste en establecer una mediación entre Dios y los hombres, garantizando la máxima eficacia a esta mediación.

A la oferta de animales y productos de la tierra, a los sacrificios de cosas materiales y a los sacrificios rituales, propios del sistema cultual del Antiguo Testamento, los sustituye Jesús, superándolos y dándoles cumplimiento, con la novedad, la originalidad y el carácter inconfundible de su ofrecimiento personal. Jesús, pues, no es una de tantas víctimas; es la víctima que supera y trasciende todas las demás; no es uno de tantos sacerdotes; es el único verdadero sacerdote.

“Nuestro sumo sacerdote es el propio Verbo de Dios hecho carne”, afirma San Cirilo de Alejandría. La expresión “sumo sacerdote”, evoca el carácter único y la perfección del sacerdocio de Jesús. A diferencia de los sacerdotes del antiguo Testamento, que lo eran tan sólo durante su vida mortal, Cristo es el sacerdote que penetró en los cielos y que allí permanece vivo para interceder a favor nuestro (Hb 9,12; 7,25). En adelante aquel sacerdocio soberano será participado por el sacerdocio ministerial de los presbíteros del Nuevo Testamento y por el sacerdocio real de los fieles.

El sacrificio redentor de Cristo

Los sufrimientos y la crucifixión que los verdugos infligieron a Cristo, no tuvieron, ni mucho menos, un carácter sacrificial, sino que constituyeron un crimen. El sacrificio implica esencialmente un homenaje religioso tributado a Dios, homenaje que, en el Calvario, emanó de Cristo, el cual, siendo a la vez sacerdote y víctima, se ofreció a Dios y se inmoló a sí mismo en la pasión. En su pasión, Cristo manifiesta de la manera más admirable su absoluta sumisión a la voluntad divina. Soporta en honor de Dios los sufrimientos que le son infligidos. Su sumisión y su caridad son agradables a Dios. Derivan de aquella plenitud de gracia que, en la humanidad de Cristo, es una consecuencia de la unión hipostática.

El sacrificio pascual de Jesucristo es el sacrificio salvador mediante el cual Dios se reconcilia con la humanidad. Pero su finalidad no es exclusivamente salvadora: es un sacrificio no solamente propiciatorio e impetratorio, sino también latréutico y eucarístico. El propio Cristo habló de él en estos términos: “Ahora el hijo del hombre ha sido glorificado y Dios ha sido glorificado en él” (Jn 13,31). El sacrifico pascual de Cristo constituye su propia glorificación y la glorificación divina: “Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, a fin de que tu Hijo te glorifique” (Jn 17,1). “(Cristo) asegura para Dios la gratitud infinita que el hombre le debe por un amor tan grande, y une consigo mismo a la humanidad rescatada en un holocausto eterno, que realiza en el grado sumo el fin supremo de la creación: la glorificación perfecta de Dios” (Scheeben).

El sacrificio redentor de Jesucristo ofreció a Dios una satisfacción y expiación por todos los pecados de los hombres

La satisfacción consiste principalmente en el homenaje de sumisión y de amor mediante el cual el Hijo de Dios reparó en su sacrificio expiatorio todas las ofensas de la humanidad. Porque como dice santo Tomás: “Satisface verdaderamente por una ofensa, aquel que ofrece al ofendido un objeto de amor igual o superior al objeto de odio que es la ofensa. Ahora bien, Cristo, sufriendo por caridad y por obediencia, ofreció a Dios algo más grande que lo exigido en compensación de todas las ofensas del género humano: 1º a causa de la magnitud de su caridad, en virtud de la cual sufría; 2º a causa de la dignidad de su vida, entregada como satisfacción, pues era la vida de un hombre Dios, 3º a causa del número de sus sufrimientos y de lo acerbo de su dolor…He aquí por qué la pasión de Cristo fue satisfacción, no sólo suficiente sino sobreabundante, por los pecados del género humano”.

Varios textos del nuevo Testamento se refieren al valor expiatorio de la muerte de Cristo (Rm 5,9-10; Col 1,20-22; 1Pe 2,21-24). Jesucristo ofrece su vida por nosotros dándonos así el testimonio supremo de amor (Mt 20,28; Rm 5,8; 1Co 15,3; 1Pe 3,18). Derramando su sangre por nuestros pecados, Jesús es víctima de propiciación (1Jn 2,2; 4,10; cf. Rm 3,25). Existe estrecha relación entre esta noción de propiciación y la de satisfacción. Al declarar que Cristo es víctima de propiciación por nuestros pecados, san Juan supone que Dios está agraviado a causa de nuestros pecados y que nos reconcilia por el sacrificio de su Hijo. Estos textos del nuevo Testamento no han de separarse del de Is 53,4.5.8.12 concerniente el sacrificio expiatorio del Siervo, que se entrega a la muerte, cargando con los pecados de una multitud. Gracias a Cristo hubo expiación universal de los pecados de toda la humanidad.

La satisfacción de Cristo es una satisfacción vicaria, o sea, es la satisfacción de un solo mediador para todos los hombres, que Cristo realiza como cabeza. De nuevo santo Tomás: “La cabeza y los miembros forman como una sola persona mística, por esto la satisfacción de Cristo se extiende a todos los fieles como a sus miembros”. El sacrificio de la cruz tuvo carácter de satisfacción vicaria, porque Cristo lo ofreció en solidaridad con la humanidad pecadora; el Hijo de Dios murió realmente como miembro y jefe de la humanidad, sometida a la muerte por el pecado.

Jesucristo es el nuevo Adán, la cabeza de toda la humanidad redimida

“Quiero que sepáis que la cabeza de todo hombre es Cristo” (1Co 11,3). Que Cristo es cabeza de toda la humanidad no es una invención de Pablo, sino una realidad misteriosa que concierne al mismo Jesús y que Él se atribuyó a sí mismo, según Mt 25, al hablar del juicio final. Ahí Jesús se presenta no sólo como cabeza de sus discípulos, sino como cabeza del cuerpo de la humanidad entera: “Lo que hicisteis –o no hicisteis- al más pequeño de mis hermanos, a mí me lo hicisteis” (Mt 25,40). El Concilio Vaticano II afirma: El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido en cierto modo con todo hombre” (GS 22). “En cierto modo…”. El Catecismo de la Iglesia Católica explica: “La existencia en Cristo de la persona divina del Hijo, que al mismo tiempo sobrepasa y abraza a todas las personas humanas, y que le constituye Cabeza de toda la humanidad, hace posible su sacrificio redentor por todos” (616).

En los trabajos preparatorios del concilio Vaticano I, encontramos esta nota, que expresa bien la fe de la Iglesia: “Como Adán, Jesucristo, establecido por voluntad de Dios cabeza (caput) del género humano, ocupó nuestro lugar delante de Dios y, así como el pecado de Adán era el pecado del género humano, así también la oblación voluntaria de Cristo, era una satisfacción que ofrecía todo el género humano”.

Universalidad de la satisfacción de Cristo

Es una doctrina de fe que Cristo murió por todos los hombres: “A éste (Cristo) propuso Dios como propiciador por la fe en su sangre por nuestros pecados, y no sólo por los nuestros, sino también por los de todo el mundo”, afirma el concilio de Trento recordando que Cristo es víctima de propiciación por los pecados del mundo entero (1Jn 2,2), que murió por todos (2Co 5,15), que se entregó en rescate por todos (1Tm 2,6).

Esta universalidad de la redención de Cristo sólo se refiere a la redención objetiva. No excluye –al contrario, supone y exige- una apropiación subjetiva de los frutos de la redención, lo cual requiere la fe en el valor redentor de la sangre de Cristo (cf. Rm 3,25-26), así como los sacramentos que nos aplican los frutos del sacrificio de Cristo.

La humanidad, solidaria forzosamente con el primer hombre (Adán), se somete libremente a su nuevo padre y cabeza, Cristo, mediante la libre adhesión de la fe (y del bautismo, cf. Rm 6,2.22). Cristo es así el punto crucial de las relaciones entre Dios y el género humano, el nuevo principio y punto culminante de la historia de la salvación, el origen y cabeza de una nueva humanidad que marcha rumbo a la consumación escatológica.

Sobreabundancia de la satisfacción de Cristo

La satisfacción de Cristo fue adecuada y hasta sobreabundante, tal como pone de relieve la Carta a los Hebreos (7,27-28) comparándola con los sacrificios de la Antigua Alianza y concluyendo con esta lapidaria afirmación: “Mediante una sola oblación ha llevado a la perfección definitiva a los santificados” (Hb 10,14). O como también afirma la Carta a los Romanos: “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (5,20). La razón de esta sobreabundancia es el hecho de que esta satisfacción, realizada en una naturaleza humana finita, tuvo como principium quod la propia persona del Verbo, por lo que su valor es infinito. Es más, un solo acto libre de Cristo, hubiera podido satisfacer a la justicia divina por todos los pecados de la humanidad, pues todos los actos libres de Cristo fueron realizados con suma caridad y tuvieron un valor infinito por proceder de la persona del Verbo.

El sacerdocio común de los cristianos

En su designio de amor, Dios Padre determinó que el sacerdocio del Hijo, Verbo encarnado, se perpetúe en dos formas diversas, a través de los miembros de la Iglesia: el sacerdocio real, común a todos los cristianos y al que se accede por el sacramento del bautismo y el sacramento del orden en sus tres grados (obispo, presbítero y diácono). Así lo proclama solemnemente el prefacio de la misa crismal cuando afirma: “Que constituiste a tu único Hijo Pontífice de la alianza nueva y eterna por la unción del Espíritu Santo, y determinaste, en tu designio salvífico, perpetuar en la Iglesia su único sacerdocio. Él no sólo ha conferido el honor del sacerdocio real a todo tu pueblo santo, sino también, con amor de hermano, ha elegido a hombres de este pueblo, para que, por la imposición de las manos, participen de su sagrada misión”.

Cristo es ante todo, aquel que se ofrece a sí mismo al Padre, gracias al amor que lo engendra desde la eternidad, dándole así un culto perfecto. Este ofrecimiento personal y libre de la vida de Cristo al Padre, encuentra su aplicación en el sacerdocio de todos los cristianos. En razón del sacramento del bautismo –en el que reciben, por la unción del santo crisma, una participación en la unción de Cristo- éstos participan del sacerdocio de Cristo que los habilita, por medio de la acción del Espíritu, para “ofrecer sus propios cuerpos como sacrificio viviente, santo y agradable a Dios” (Rm 12,1) es decir: hacer de la propia vida como una alabanza y culto a Dios. De esta forma el sacerdocio común se convierte en signo sacramental del amor de Jesús al Padre, siendo una participación directa del mismo.

El sacerdocio ministerial

El Concilio Vaticano II enseña que los ministros ordenados, sobre todo los obispos y los presbíteros, son signos e instrumentos vivos de la misión de Cristo resucitado en el mundo; por ello, en virtud del carisma del Espíritu han sido llamados a actuar “in persona Christi Capitis Ecclesiae” (PO 2c), es decir, como personificación de Cristo como Cabeza de la Iglesia, y por ello mismo, “in persona Ecclesiae”, es decir, como personificación de la Iglesia, dado que, quien personifica a la cabeza de un cuerpo, personifica también a todo el cuerpo. El obispo y el presbítero, en virtud del sacramento del Orden, se encuentran en condición de representar la persona y la acción de Cristo resucitado, actuando como sus enviados y embajadores, dotados por Cristo con el poder de realizar determinadas acciones que sólo a Él competen (como la Eucaristía y el perdón de los pecados). Ellos son la visualización de Cristo presente en medio de la Iglesia con su fuerza salvadora y santificadora. Gracias a la mediación del ministro ordenado, Cristo sigue enseñando, santificando y gobernando su cuerpo. Y son también personificación de la Iglesia, no porque la comunidad cristiana haya delegado en ellos, sino porque actúan como signo e instrumento mediante el cual la Iglesia se hace presente en medio de los hombres como sacramento de salvación.

Diferencia entre el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial

El sacerdocio común y el sacerdocio ministerial se distinguen esencialmente y no sólo con una distinción de grado. En efecto, una cosa es ser configurado con Cristo como miembro de su cuerpo (que es la Iglesia), que es lo que acontece en el bautismo, y otra cosa es se ser configurado con Cristo como Cabeza, Pastor, Maestro y Esposo de su cuerpo (que es la Iglesia), que es lo que ocurre en el sacramento del Orden, donde todo el ser del cristiano es remodelado para que sea ‘presencialización’ eficaz de Cristo Cabeza. Por el sacramento del Orden se le confiere al bautizado que lo recibe una nueva y específica misión: ‘impersonar’ en el seno del pueblo de Dios la triple función –profética, cultual y real- del mismo Cristo, en cuanto Cabeza y Pastor de la Iglesia. La distinción consiste, también, en que, a diferencia del sacerdocio común que se refiere a la radical y común dignidad de todos los cristianos, el ministerio ordenado está enriquecido por una “potestad sagrada”, conferida al bautizado directamente por Cristo en el sacramento del Orden, mediante la infusión de su Espíritu, y que lo habilita para hacer presente a Cristo como cabeza de su Iglesia, enseñando, gobernando y santificando al pueblo de Dios. Por eso el ministro ordenado no es el representante o delegado de la comunidad, sino que es el representante sacramental de Cristo y, en consecuencia, el representante sacramental de la Iglesia.

Las tres tareas (munera) del sacerdocio ministerial

a) La tarea de enseñar: los sacerdotes, ministros de la Palabra de Dios

“Quien a vosotros oye, a mí me oye; quien a vosotros desprecia, a mí me desprecia” (Lc 10,16). Los presbíteros pueden decir con Pablo: “nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para que conozcamos los dones que Dios nos ha concedido; y enseñamos estas cosas no con palabras aprendidas por sabiduría humana, sino con palabras aprendidas del Espíritu, expresando las cosas espirituales con palabras espirituales” (1Co 2,12-13). La predicación queda así configurada como un ministerio que surge del sacramento del Orden y que se ejercita con la autoridad de Cristo.

La predicación es una auténtica diaconía de la verdad, una verdadera caridad intelectual por la que el presbítero desarrolla una paciente catequesis sobre las verdades fundamentales de la fe y la moral católicas. Constituye así una obra de misericordia espiritual –enseñar al que no sabe- pues la salvación requiere el conocimiento de Cristo ya que “no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos” (Hch 4,12).

b) La tarea de santificar: el sacerdote, ministro de los sacramentos

“Somos servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios” (1Co 4,1). “La misión de la iglesia no se añade a la de Cristo y del Espíritu Santo, sino que es sacramento: con todo su ser y en todos sus miembros ha sido enviada para anunciar y dar testimonio, para actualizar y extender el misterio de la comunión de la Santísima Trinidad” (CEC 738). Los sacramentos son momentos privilegiados de la comunicación de la vida divina al hombre y como tales ocupan el centro del ministerio de los sacerdotes.

c) La tarea de apacentar: los sacerdotes, pastores del pueblo de Dios

“Los presbíteros, ejerciendo, según su parte de autoridad, el oficio de Cristo Cabeza y Pastor, reúnen, en nombre del Obispo, a la familia de Dios (…) y la conducen a Dios Padre por medio de Cristo en el Espíritu” (PO 6). El ejercicio del munus regendi del presbítero no puede entenderse sólo en términos sociológicos, como una capacidad meramente organizativa, pues procede también del orden sacramental (cf. LG 28). Los presbíteros participan de la autoridad de Cristo y el fin esencial del ejercicio de esa autoridad es conducir a un pleno desarrollo de vida espiritual y eclesial a la comunidad que se les ha encomendado. Su gobierno no debe ponerse nunca al servicio de una ideología o de una facción humana, sino que debe tratar a los hombres no “según el beneplácito de los hombres, sino conforme a las exigencias de la doctrina y de la vida cristiana” (PO 6).