La complejidad inextricable de la vida

(Dell es un muchacho de quince años que se encuentra totalmente solo en la vida, porque sus padres están encarcelados y su única hermana ha huido de casa antes de que lleguen los servicios sociales de EE UU y los ingresen en un orfanato. Desde la cárcel, la madre ha aceptado la propuesta de una amiga suya de esconder a su hijo en Canadá, en casa de un hermano suyo llamado Arthur, que vive refugiado allí desde hace muchos años, para evitar que crezca con el estigma de unos padres delincuentes. Ahora el chico se encuentra en Canadá, a cargo de Arthur, que le ha dado como alojamiento una habitación dentro de una casucha, que parece casi una choza, en una aldea abandonada llamada Partreau, donde no vive prácticamente nadie y desde la que se desplaza cada día a siete kilómetros de distancia, en bicicleta, para fregar los suelos en el hotel que Arthur posee en una ciudad llamada Fort Royal. Arthur tiene una amiga, Florence, a la que le gusta pintar; es una mujer que ha llevado una vida alegre, que tiene varios hijos que ya no viven con ella. Florence está pintando un paisaje cerca de la casucha en la que vive Dell, el cual se acerca a ver cómo pinta y empieza a hablar con ella)

- ¿Sabe por qué me tiene aquí el señor Arthur Remlinger? -pregunté. 

No pensaba decir eso. Pero era un gran desahogo hablar con alguien a quien parecía gustarle.

- ¿Estás preocupado porque no te ha hecho ningún caso?

- A veces.

Deseé haber dicho «sí», ya que era verdad.

- Bien, no dejes que eso te preocupe -dijo Florence, metiendo la punta del pincel en la lata que tenía junto a los pies, en el pavimento-. La gente como Arthur no conecta espontáneamente con el mundo. Lo ves enseguida. Seguramente ni se ha dado cuenta de que no te hace ningún caso. Es un hombre muy inteligente. Estudió en Harvard. Puede que piense que es importante para ti que te adaptes al hecho de estar solo. La gente, además, no hace nunca lo que esperas que haga. Arthur te está haciendo un favor. Para él quizá eres una novedad. -Me dirigió una sonrisa traviesa y miró las nubes-. Odio esos cielos de mármol.

Alzó el pincel y trazó una línea de equis en el aire, como si pudiera pintar de otro color el cielo. Luego volvió a meter el pincel en la lata, y lo dejó dentro.

(…)

- Hay otra cosa, por supuesto -dijo Florence, limpiando con esmero el pincel-. Quizá Arthur se ve a sí mismo en ti. Una versión más pura. No creo que acierte. Pero los hombres hacen esas cosas. Y otra más: la gente hace y dice cosas, y nunca sabe por qué. Y lo que hace afecta a la vida de otras personas, y más tarde dice que sabía a la perfección lo que estaba haciendo, pero no es cierto. Por eso probablemente tu madre te mandó aquí. No sabía qué otra cosa podía hacer. Así que… Aquí estás.

(…)

-Sé que todo esto te resulta muy extraño, querido -dijo Florence-. Pero lo que tienes que hacer es dejarte llevar por la corriente, ¿de acuerdo? Era lo que siempre les decía a mis hijos. Estaban hartos de oírmelo decir. Pero no ha perdido su validez. Si me ayudas a llevar mis útiles de pintura al coche, yo te llevo a Fort Royal para que puedas cenar. Charley puede traerte luego. Ya te queda muy poco de vivir aquí. Puedes mudarte mañana mismo.

Recogió la caja de madera de las pinturas. Yo descolgué el lienzo del caballete, cogí la lata, el taburete y el caballete y eché a andar hacia el coche. Fue mi último día en Partreau.

(Arthur Remlinger llegó a Canadá en su juventud huyendo de la posibilidad de que fuera descubierto como el autor de un atentado contra una central sindical. Él era un joven de ideas extremistas, muy cercanas al fascismo, y había puesto esa bomba porque él y su grupo odiaban a los sindicatos. La pusieron en un momento en que sabían que no habría nadie en la central y que por lo tanto sólo habría daños materiales, pero no humanos. Pero casualmente un miembro del sindicato que había olvidado algo volvió a por ello justo en el momento en que explotó la bomba y murió. La policía no sospechó para nada de Arthur, pero por su seguridad le aconsejaron la huida a Canadá. Y allí se quedó. Ahora, al cabo de muchos años, cuando ya la policía tiene archivado el caso, un policía retirado y un miembro de la familia de la víctima van a Canadá, buscando a Arthur, porque tienen la sospecha de que él fue quien colocó la bomba. Arthur es avisado por sus amigos de EE UU y les tiende una trampa para matarlos. En la entrevista que tiene con ellos antes de matarlos, lleva a Dell y lo hace pasar por hijo suyo, cosa que a Dell le molesta pero no se siente capaz de no prestarse a ello, puesto que depende por completo de Arthur. Dell está avisado, por otro personaje de la novela, de que tal vez ocurra algo grave. Con todo Arthur tiene la "delicadeza" de sacar al chico de la casucha donde está hablando con los dos americanos, llamados Jepps y Crosley, y dejarlo sentado en su coche, antes de matarlos. Aunque después tiene que ayudar a enterrarlos y a quemar sus pertenencias. La reflexión que viene a continuación la hace Dell, pasados cincuenta años:)

Mucho más que haber conservado a Arthur Remlinger en la memoria, sin embargo, he tratado con todas mis fuerzas de mantener a los dos estadounidenses -Jepps y Crosley- vivos en ella; ya que, en la medida en que han desaparecido para siempre y sin dejar ningún rastro, mi recuerdo es la única vida que probablemente tendrán después de la muerte. Como he dicho, pensé también que sus muertes parecían conectadas con la ruinosa decisión de mis padres de atracar un banco; conmigo como una constante, como un conector, como corazón de la lógica. Y antes de que alguien diga que esto no es más que una fruslería, como remover hojas de te con el dedo para inventar una lógica, que piense en lo cerca que está el mal de los acontecimientos normales que nada tienen que ver con el mal. A través de todos estos sucesos memorables, lo que yo buscaba preservar para mí mismo era una vida normal. Cuando pienso en aquel tiempo -inaugurado con mi deseo de que llegara el día de empezar el instituto en Great Falls, y que siguió con el atraco al banco de nuestros padres, y con la marcha de Berner, y con mi traslado a Canadá, y con la muerte de los estadounidenses, y con mi partida para Winnipeg, y con el sitio donde hoy estoy- veo que todo es uno, como la partitura musical con movimientos, o como un rompecabezas, en el que trato de restaurar y mantener mi vida en un estado continuo y aceptable, con independencia de las fronteras que he cruzado. Sé que sólo soy yo el que establece esas conexiones. Pero no tratar de establecerlas es entregarse a uno mismo a las olas que te derriban y te estrellan contra las rocas de la desesperación.

(Cuando Dell se va a jubilar, a los sesenta y cinco años, sus alumnos le preparan una fiesta de despedida)

Mientras organizaban una fiesta para mi retiro, mis alumnos "me miraron" en el ordenador para averiguar todo lo que pudieran sobre mi persona; algo embarazoso, o conmovedor; el que alguien pudiera estar buscándome: una antigua novia, un camarada del ejército, una orden de detención. Encontraron un mensaje de "busco a" en una página web. Decía, sencillamente: "Busco a Dell Parsons. Profesor. Posiblemente residente en Canadá. Su hermana está enferma y le gustaría ponerse en contacto con él. El tiempo apremia. Bev Parsons". Y se añadía un número de teléfono.

Fue un fuerte shock para mí ver el nombre de mi padre en la hoja de papel que los alumnos me entregaron con mucha solemnidad, queriendo que supiera que lo habían hecho con intenciones más festivas, pero obviamente comprendiendo que debía ver aquel mensaje.

(…)

Pero el pensamiento de que mi padre -a los noventa años- pudiera estar al lado de mi hermana, asistiéndola en un mal trance, y buscándome en el mundo para pedir ayuda, equivalía, sorprendentemente, a sentir que mi vida entera estaba no sólo amenazada sino en peligro de no haber sido vivida nunca. Todos ellos estaban aún allí, esperándome, con la mirada fija, numinosos, obstinados, imborrables. Aquello me hizo caer en la cuenta de lo mucho que había querido borrarlos de mi vida, lo mucho que mi felicidad se hallaba condicionada por el hecho de que desaparecieran.



Autor: Richard FORD
Título: Canadá
Editorial: Anagrama, Barcelona, 2013
Págs. 363-367; 470-471; 484-485