El culto de la Nueva Alianza. Un culto en espíritu y en verdad.



La tentación del hombre religioso

Hay una tentación que acompaña siempre al hombre religioso en su relación con Dios y que consiste en creer que a Dios se le puede tener contento ofreciéndoles una serie de “cosas” –animales, frutos de la tierra, limosnas- que le entregamos en el “culto” que le damos en su Templo, y que, procediendo así, Dios está de nuestra parte y nos otorga la seguridad y la protección que sólo Él puede dar frente a nuestros enemigos. Es como si Dios se conformara con que le entreguemos estos dones, sin que le entreguemos la conversión de nuestra vida, sin que le demos nuestro propio corazón . 

Los profetas insistieron mucho en que la posesión por parte de Israel de la alianza (Mq 2,6s), del Templo (Mq 3,11; Jr 7,2s), de la Ley (Jr 8,8), de la condición de hijos de Abraham (Ez 33,24), era como nada a los ojos de Dios si no iba unida a la conversión personal (Amós), al verdadero conocimiento de Yahveh (Oseas). Amós y Oseas insisten en la necesidad de una auténtica conversión interior: no se trata de acudir a tal o cual lugar de culto y allí ofrecer sacrificios. "Es a Yahveh a quien hay que buscar" (Am 5,4).

Los profetas afirmaron la primacía absoluta de la relación personal, viva y auténtica, con el Dios vivo sobre una relación totalmente externa, sin exigencia de conversión, basada en el ofrecimiento de sacrificios. Amós habla de la necesidad del derecho y la justicia (5,24), Oseas del amor verdadero ("porque yo quiero amor, no sacrifico" 6,6), Miqueas habla del amor y de "caminar humildemente con tu Dios" (6,6-8), el Salmo 50 habla de "un corazón contrito y humillado" (v. 19). Israel aprenderá durante el exilio que esta relación interior auténtica con Dios exige una transformación del corazón que supone una renovación total del propio ser, tan grande y tan radical que sólo Dios la puede otorgar por gracia. Y así se lo proclaman dos grandes profetas, Jeremías anunciando una nueva alianza en la que Dios escribirá su Ley en los corazones de los fieles (31,31-34), y Ezequiel hablando de un corazón nuevo y un espíritu nuevo (18,31; 36,26) .

El culto de los tiempos mesiánicos: un culto “en espíritu y en verdad”

"Pero llega la hora (ya estamos en ella) en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren. Dios es espíritu, y los que adoran, deben adorar en espíritu y en verdad." (Jn 4,23-24). Con estas palabras el Señor le anunció a la samaritana la novedad que con Él llegaba: el establecimiento del culto definitivo a Dios, del culto propio de los tiempos mesiánicos. De hecho, en el versículo siguiente leemos: "Le dice la mujer: «Sé que va a venir el Mesías, el llamado Cristo. Cuando venga, nos lo desvelará todo.» Jesús le dice: «Yo soy, el que está hablando contigo.»" (Jn 4, 25-26). Cuando Jesús mantiene este diálogo con la samaritana, ya ha realizado la purificación del templo de Jerusalén y ha pronunciado ya las misteriosas palabras: “Destruid este Santuario y en tres días lo levantaré” (Jn 2,19).

Para comprender lo que significa esta expresión –“en espíritu y en verdad”- nos puede ayudar lo que dice san Pablo al final de su primera carta a los tesalonicenses: "Que Él, el Dios de la paz, os santifique plenamente, y que todo vuestro ser, el espíritu, el alma y el cuerpo, se conserve sin mancha hasta la Venida de nuestro Señor Jesucristo" (1Ts 5,23). En esta frase san Pablo enumera los tres componentes del ser del hombre: "el espíritu, el alma y el cuerpo". El cuerpo es el elemento más exterior y visible del ser humano; el alma es elemento animador del cuerpo, el que hace del cuerpo un ser vivo; y el espíritu es el núcleo más íntimo y personal del ser del hombre, el que hace de él una persona. Antropológicamente hablando, decir "en espíritu" es como decir desde la totalidad de vuestro ser personal. Porque uno puede dar su cuerpo sin dar su alma; puede incluso dar su alma -su mundo interior de vivencias, recuerdos, anhelos, proyectos, nostalgias etc.- sin dar su espíritu; pero si da su espíritu, da ciertamente su alma y su cuerpo también. Por eso "en espíritu" quiere decir según la totalidad de vuestro ser personal (lo que, en cierto modo, es sinónimo de la expresión "en verdad").

Los sacrificios no te satisfacen, si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. Al comentar estas palabras del salmo 50, san Agustín afirma: “Dios rechaza los antiguos sacrificios, pero te enseña qué es lo que has de ofrecer. Nuestros padres ofrecían víctimas de sus rebaños, y éste era su sacrificio”. Pero observa, a continuación, que el mismo salmo indica cuál es el sacrifico que Dios desea: Mi sacrificio es un espíritu quebrantado, un corazón quebrantado y humillado tú no lo desprecias. y comenta: “Éste es el sacrifico que has de ofrecer. No busques en el rebaño, no prepares navíos para navegar hasta las más lejanas tierras a buscar perfumes. Busca en tu corazón la ofrenda grata a Dios. El corazón es lo que hay que quebrantar”. 

“Señor Jesús, sacerdote eterno, que has querido que tu pueblo participara de tu sacerdocio: haz que ofrezcamos siempre sacrificios espirituales, agradables al Padre” (De los Laudes del lunes de la II semana del salterio).

El culto “en espíritu y en verdad”: la entrega del propio cuerpo a Dios

Habiendo consistido el único sacrificio de los tiempos mesiánicos en la entrega del cuerpo de Cristo, el primer sacrificio espiritual del cristiano tiene que consistir también en la entrega del propio cuerpo por Cristo, con Él y en Él. El cuerpo en la Biblia significa la totalidad de la persona en su existencia concreta, en las determinaciones de su existir en el mundo con las necesidades y las fragilidades que todo ello comporta. En resumidas cuentas lo que solemos llamar nuestra vida concreta de cada día.

Escuchemos a un Padre de la Iglesia, San Pedro Crisólogo, explicarnos en qué consiste este ofrecimiento del propio cuerpo a Dios: «Pero oigamos qué es lo que os pide el Apóstol: Os exhorto –dice, por la misericordia de Dios, a presentar vuestros cuerpos. Este ruego del Apóstol promueve a todos los hombres a la altísima dignidad del sacerdocio. A presentar vuestros cuerpos como hostia viva. Inaudito ministerio del sacerdocio cristiano: el hombre es a la vez víctima y sacerdote; el hombre no ha de buscar fuera de sí qué ofrecer a Dios, sino que aporta consigo, en su misma persona, lo que ha de sacrificar a Dios, la víctima y el sacerdote permanecen inalterados; la víctima es inmolada y continúa viva, y el sacerdote oficiante no puede matarla. Admirable sacrificio, en el que se ofrece el cuerpo sin que sea destruido, y la sangre sin que sea derramada. Os exhorto dice- por la misericordia de Dios, a presentar vuestros cuerpos como hostia viva (…) santa. Es lo que había cantado el profeta: No quisiste sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo.

Lo que te pide Dios es la fe, no la muerte; tiene sed de tu buena intención, no de sangre; se satisface con la buena voluntad, no con matanzas».

Este texto es muy interesante porque permite ver que el culto “en espíritu y en verdad”, que es el culto propio de los tiempos mesiánicos, el que nos ha traído Cristo, consiste en la entrega de la propia libertad a Dios, por la obediencia amorosa a sus mandatos, que es propia de la fe.

El culto “en espíritu y en verdad”: la castidad

Uno de los aspectos más llamativos de esta entrega del propio cuerpo a Dios es la castidad, aspecto que, desde el inicio, los cristianos consideraron como esencial en la propia entrega al Señor. La castidad significa y expresa, ante todo, nuestra pertenencia al Señor, el hecho de que, por el bautismo, somos de Cristo, somos de Dios, y él es nuestro Señor y nuestro Rey, el Señor y el Rey de todo nuestro ser, no solo de nuestra alma sino también de nuestro cuerpo, de esa dimensión más “opaca” de nuestro ser que es la corporalidad, con su componente cuasi instintivo, pulsional: ahí también reina el Señor. “¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis? ¡Habéis sido bien comprados! Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo” (1Co 6, 19-20). La castidad es, ante todo, la glorificación de Dios en nuestro cuerpo, la proclamación de que nuestro cuerpo, como el resto de nuestro ser, pertenece al Señor y que, en consecuencia, “el cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo” (1Co 6, 13).

La castidad consiste también, en nuestra relación los demás, en no decir mentiras con el propio cuerpo, en la exigencia de que mis gestos sean verdaderos y no sugieran o insinúen lo que no estoy dispuesto a dar. La castidad es la verdad de los gestos corporales, la exigencia de no engañar con el cuerpo, de que lo que mi cuerpo dice lo avale toda mi persona. Esta exigencia de verdad los cristianos la hemos aprendido recibiendo a Cristo en la Eucaristía. Pues en la Eucaristía cuando el sacerdote nos da “el cuerpo de Cristo”, recibimos a Cristo entero: su cuerpo, su alma, su espíritu, su humanidad, su divinidad y también su corazón. Y al unirnos a Cristo nos hacemos un solo espíritu con Él, nos incorporamos a su destino de crucificado-resucitado, a su destino glorioso: “El que se une al Señor, se hace un solo espíritu con él” (1Co 6, 17). De ahí viene la seriedad con la que los cristianos entendemos los gestos corporales, la exigencia de que sean verdaderos, de no decir mentiras con ellos, así como la indisolubilidad del matrimonio, el ser “una sola carne” y la exigencia de que no separe el hombre lo que Dios ha unido (Mc 10, 9).

El culto “en espíritu y en verdad”: el sacrificio de alabanza o de acción de gracias

"Por medio de él (= Jesús) ofrezcamos sin cesar a Dios un sacrificio de alabanza, es decir, el fruto de los labios que confiesan su nombre" (Hb 13,15). Este punto fundamental nos remite al lenguaje, a nuestra manera de hablar de Dios, recordándonos que debemos ser justos y agradecidos con Él y, en consecuencia, hablar siempre bien de Él, reconociendo y agradeciendo todo lo que ha hecho por nosotros, que fundamentalmente ha sido entregar a su Hijo a la muerte para rescatarnos de nuestro pecados y ofrecernos el perdón y la reconciliación con Él. Por eso, como dice san Cipriano, no debemos "anteponer nada a Cristo, ya que él nada antepuso a nosotros".

En este sentido aparece como algo sumamente injusto el murmurar contra Dios, el quejarse de Él, el hablar como si Él nos debiera algo y no nos pagara, siendo así que, dándonos a Cristo, nos ha colmado de todo bien, puesto que "en Cristo habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad" (Col 2,9). Y se impone como algo debido en estricta justicia a Dios el hablar bien de Él, el cantar sus maravillas, el testimoniar ante todo el que quiera oírnos, que Dios es extraordinariamente bueno y que ese exceso de bondad suya se llama misericordia y se derrama constantemente en nuestra vida.

La liturgia de las horas es, precisamente, la manera "oficial" como la Iglesia realiza esta tarea de alabanza y agradecimiento al Señor, y responde al mandato del Apóstol: "Recitad entre vosotros salmos, himnos y cánticos inspirados; cantad y salmodiad en vuestro corazón al Señor, dando gracias siempre y por todo a Dios Padre, en nombre de nuestro Señor Jesucristo" (Ef 5, 19-20). Al rezarla utilizamos unas palabras especialmente adecuadas para alabar al Señor. Como dice san Agustín a propósito de los salmos, con los que está tejida la liturgia de las horas, “Dios se dignó alabarse a sí mismo, para enseñarnos la manera correcta de alabarle a Él”. La liturgia de las horas es como un gran templo construido por la Iglesia en el que damos gracias a Dios por sus beneficios de manera objetiva, es decir, contemplando lo que Él ha hecho por todos nosotros, independientemente de nuestra situación subjetiva. Entrar en ese templo y alabar a Dios, independientemente de cómo nos encontremos, es algo que nos hace crecer enormemente en la vida cristiana y en la madurez humana de quien reconoce la objetividad de las cosas -en este caso de la historia de la salvación, de las magnalia Dei- por encima de la propia situación. Eso nos hace grandes.

San Beda el venerable comenta este aspecto de los "sacrificios espirituales" diciendo: «Para proclamar sus hazañas. Pues, del mismo modo que los israelitas, liberados por Moisés de la esclavitud de Egipto, después del paso del mar Rojo y del hundimiento del ejército del Faraón, cantaron al Señor un himno triunfal, también nosotros, después de haber recibido en el bautismo el perdón de los pecados, debemos tributar a Dios una digna acción de gracias por estos beneficios espirituales».

El culto “en espíritu y en verdad”: las obras de misericordia corporales: la beneficencia y la común distribución de los recursos

"No descuidéis la beneficencia y la comunión de bienes; ésos son los sacrificios que agradan a Dios", afirma la carta a los Hebreos (Hb13, 16). Esto nos invita a caer en la cuenta de la importancia de las colectas de ayuda que realizamos a lo largo del año litúrgico y que, como mínimo, entre nosotros, son siempre siete: el Domund, el Día de la Diócesis, Manos Unidas, el Día del Seminario, los Santos Lugares, el Día de la Caridad y el Óbolo de san Pedro, aunque casi todos los años surge alguna otra colecta extraordinaria motivada por alguna catástrofe que sufren algunos hermanos en cualquier parte del mundo o por nuestra voluntad de ayudar, por ejemplo, a los cristianos perseguidos.

Hemos de comprender el significado profundo que todas estas colectas tienen: el de reconocernos como miembros del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, y comprender que "si sufre un miembro, todos los demás sufren con él" (1Co 12,26) y que no es posible la indiferencia frente a cualquier otro miembro de la Iglesia, porque esa indiferencia sería como una especie de suicidio espiritual: si dejo de ser miembro del Cuerpo de Cristo, dejo de ser cristiano, porque ser cristiano conlleva ineludiblemente el ser miembro de ese Cuerpo. Uno de los grandes desafíos espirituales que tenemos los cristianos es el de aprender a vivir como miembros de un Cuerpo mucho más grande que cada uno de nosotros, que es el cuerpo de Cristo. 

El culto “en espíritu y en verdad”: el agradecimiento hacia quienes nos han dado bienes espirituales

Sabemos la gran importancia que Pablo otorgó a la colecta que hizo entre las comunidades por él fundadas en favor de la comunidad de Jerusalén, de la que habían recibido los demás el gran bien que es el Evangelio, que es el anuncio de Jesucristo. Pablo la vio como un acto de justicia, tal como dice en la Carta a los Romanos: "Les pareció bien, porque era su obligación; pues si los gentiles han compartido sus bienes espirituales, ellos a su vez deben servirles con sus bienes temporales" (Rm 15, 27). Esta ayuda a los cristianos de quienes hemos recibido bienes espirituales es calificada por Pablo de "suave aroma, sacrifico que Dios acepta con agrado" (Flp 4,18). Porque es algo que brota del agradecimiento, que es una actitud eminentemente cristiana que Pablo inculca a los fieles: "Y sed agradecidos" (Col 3,15-16). En el precioso libro de entrevista al cardenal Robert Sarah, llama la atención el profundo agradecimiento y inmensa veneración con la que él se refiere siempre a los misioneros franceses que llevaron la fe a la pequeña aldea, muy al norte, de Guinea Conakry, donde vivían sus padres.

El culto “en espíritu y en verdad”: las obras de misericordia espirituales: la mutua ayuda moral y el anuncio y el testimonio del Evangelio

Otro de los elementos que el Nuevo Testamento enumera como propios del culto espiritual de los cristianos es el de estimularnos unos a otros en la práctica de la caridad y de la vida cristiana: "Fijémonos los unos en los otros para estímulo de la caridad y las buenas obras" (Hb 10,24). Es un aspecto interesante que consiste en hacer de cada uno de nosotros personas que estimulan y facilitan y potencian el que los demás cristianos sean cada vez más cristianos y gocen y se llenen de alegría por ello. Para ello hemos de revisar nuestra manera de hablar en dos sentidos: no hablar del mal y hablar mucho de la belleza del Bien.

En primer lugar no debemos hablar del mal salvo lo que sea imprescindible para evitarlo o combatirlo. Pues si siempre estamos comentando lo mal que están las cosas, los aspectos negativos de la realidad, en cierto modo desincentivamos la fidelidad a la Verdad y al Bien, porque damos la impresión de que es una causa perdida. Y detrás de nuestra manera de hablar hay un problema espiritual serio: el de nuestra atención, es decir, el de aquello a lo que prestamos atención, aquello que "honramos" con nuestra atención. "La caridad no toma en cuenta el mal" (1Co 13,5), no sólo significa que el que tiene caridad perdona y no se recrea en la consideración del mal que le han hecho, sino también que no presta atención al mal, que no se detiene en la contemplación del mal. "Tus ojos son demasiado puros para ver el mal" (Ha 1,13) dice el profeta Habacuc de Dios. También el profeta Isaías cuando se pregunta "¿quién de nosotros habitará un fuego devorador, quién de nosotros habitará una hoguera perpetua?", es decir, quién puede vivir en presencia del Señor, -porque "Dios es un fuego devorador" (Hb 12,29; Is 33,14)- responde él mismo diciendo: "el que cierra los ojos para no ver la maldad" (Is 33,15). Y el salmista afirma: “No podré mis ojos (= no tomaré en consideración) en intenciones viles” (Sal 100,3).

En segundo lugar debemos hablar mucho del Bien y de su belleza, de la integridad del ser que él produce, deshaciendo el equívoco y la mentira del mal que tan bien describe S. Weil: “La maldad imaginaria es romántica y diversa; la maldad verdadera es aburrida, monótona, triste y vacía. La bondad imaginaria es sosa; la bondad verdadera siempre resulta sorprendente, maravillosa, alucinante” (La gravedad y la gracia). Frente a esta impostura, hemos de subrayar la belleza y la alegría que proceden de la adhesión al Bien, adhesión que culmina en el acontecimiento que es Cristo.

Pablo dice de sí mismo que da culto a Dios en su espíritu predicando el Evangelio de su Hijo (Rm 1,19). Una manera esencial, en efecto, de dar culto a Dios "en espíritu y en verdad" es anunciar y testimoniar el Evangelio de su Hijo, es decir, no dejar de proclamar que encontrar a Jesucristo es lo mejor que nos ha ocurrido en esta vida, que creemos firmemente que Él es "el Camino, la Verdad y la Vida" (Jn 14,6) y que "no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos" (Hch 4,12). Confesar el carácter único, absolutamente excepcional de Jesucristo, como el único que nos puede dar, por la fe y el bautismo, el don del Espíritu Santo (Hch 2,38) y con él la vida nueva que nos hace "partícipes de la naturaleza divina" (2P 1,4). Decir esto sencilla pero claramente a nuestros contemporáneos, es la obra de caridad más grande que podemos realizar, pues es ofrecerles el mayor bien, que es, sin duda, Cristo.

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Los sacrificios espirituales de los cristianos se realizan en la vida personal de cada uno de ellos, pero no se consuman sino en la unión sacramental con el sacrificio de Jesucristo, litúrgicamente celebrado en la Iglesia por los ministros ordenados. Por eso, aunque el sacrifico espiritual sea eminentemente personal, no es en absoluto algo "interior" o "privado" porque tiene que ser ofrecido por Cristo, con Él y en Él en el sacrifico eucarístico, que es el único sacrificio de los tiempos mesiánicos.