La ejecución del oficial alemán

(Esta larga novela tiene como protagonista a un sacerdote francés, el abate Gastón, que es un hombre de escasos recursos expresivos, pero profundamente bueno y creyente. Es un patriota convencido, que participó como capellán castrense en la Gran Guerra y que es uno de los sacerdotes colaboradores de una de las parroquias de París. Allí le ha sorprendido la ocupación de la ciudad por el ejército alemán durante la Segunda Guerra Mundial y allí, por las curiosas circunstancias de la vida, ha conocido a una judía austriaca que ha huido de su país y que corre peligro de ser descubierta y deportada. La ha ayudado a escapar de la Gestapo, aunque sorprendentemente un oficial de la Gestapo se ha enamorado de ella y quiere huir de París con ella. Los dos se aman y recurren a la bondad del abate Gastón para que les ayude a escapar en un París que ya empiezan a controlar los miembros de la resistencia, muchos de ellos comunistas convencidos. El abate accede y en su huida son descubiertos y apresados, en las afueras de París. La escena que vamos a leer es la de la ejecución del oficial alemán, que es católico y ha pedido confesarse con el abate Gastón)

Los tres guardias salieron de la habitación. El abate extrajo del bolsillo de su sotana la delgada estola de seda que siempre llevaba consigo. Era una estola blanca de un lado y violeta del otro. El lado blanco era para administrar la Santa Comunión, y el violeta, para oír las confesiones. El abate se colocó la estola sobre los hombros, con el lado violeta hacia fuera. Sabía que no habría ocasión para usar el lado blanco.

El sol llegaba a la ventana, cuando acabó de oír la confesión del oficial. Estaba suspendido sobre los árboles como un enorme globo y cubría de veloces lucecitas brillantes todo el piso. El dibujo de las luces sobre el piso hacía un efecto de agua movediza.

- No es fácil morir una mañana como ésta –dijo el oficial alemán.

- Pronto habrá terminado todo –lo consoló el abate.

- Pero de todos modos, debe sufrirse algo.

- Tal vez un dolorcito rápido; pero será un dolorcito muy rápido y nada más.

- No es el dolor lo que me da miedo, sino dejar a Raquel –explicó el oficial. Amo a Raquel. Quería seguir amándola mucho tiempo. Quería seguir amándola cuando fuese vieja, y pensar en lo mucho que la había amado cuando era joven. Tenía un nuevo vestido verde. Nunca la vi con su nuevo vestido verde.

- Son cosas duras las que dices, pero más allá de ellas hay una gran dulzura –dijo el abate Gastón. Ese es el verdadero misterio: que todas las cosas duras se convierten en dulzura. 

- Amo a Raquel, y no creo amar solamente su cuerpo, aunque su cuerpo es muy hermoso.

- Ahora sólo debe pensar en amar a Dios –dijo el abate. El tiempo es breve. Debe pensar mucho en amar a Dios. Debe rezar dentro de su corazón una gran plegaria para que le sea concedido amar a Dios.

-Es difícil amar a Dios cuando a uno lo hacen ponerse de pie para ser fusilado por un pelotón de hombres fríos –dijo el oficial.

- No es en los hombres fríos en quienes debe pensar –insistió el abate. Sino en escuchar la vocecita que hay en el fondo de su corazón.

- Se me ha desatado el cordón del zapato. No debo morir incorrectamente, con el cordón del zapato desatado.

- Yo se lo ataré, con tal que quiera escuchar la vocecita que hay en el fondo de su corazón.

- Me lo ataré yo mismo y trataré de escuchar, al mismo tiempo, la vocecita del fondo de mi corazón.

- Esa es la mentira que los hombres han enseñado al mundo: que no hay ninguna dulzura ni voz alguna en el fondo del corazón.

- Me ha resultado más fácil atarme el cordón del zapato que percibir la vocecita –dijo el oficial.

- Yo no sirvo para explicar estas cosas, pero sé que lo que digo es verdad –dijo el abate.

Ya vienen. Si ve a Raquel antes de morir, dígales que he muerto pensado en ella y que siento no haberla visto nunca con su nuevo vestido verde.

- Si la veo, se lo diré –prometió el abate. Y ahora arrodíllese para que le dé mi bendición.

Y, mientras hacía la señal de la cruz y murmuraba las palabras sagradas, el abate intentó transmitir al joven todo el dolor y la ansiedad que sentía por él y por el resto del mundo; porque esa ansiedad y ese dolor eran una piedad inmensa y difusa, como sabía que debía ser también la del Señor.

- Y trate de pensar en Dios y no en vestidos verdes –dijo cuando acabó de bendecidlo.

- ¿Vendrá usted conmigo? –preguntó el oficial alemán. Tal vez me resulte más fácil no pensar en vestidos verdes si viene usted conmigo.

Los tres guardianes volvieron a entrar. Sus groseras botas pisotearon los brillantes lunares de luz sobre el suelo. Otros hombres aguardaban en el pasillo, armados también con rifles.

- Si está usted dispuesto, nosotros también lo estamos –dijo uno de los guardias.

El oficial alemán se mordió los labios. Sus ojos brillaron tan intensamente que por un momento el abate creyó que iba a llorar. Pero el oficial contuvo a tiempo sus lágrimas; cuadró los hombros y echó hacia atrás la cabeza.

- Estoy dispuesto.

- Si ustedes no se oponen, me gustaría ir con él –dijo el abate.

- Vamos a fusilarles separadamente y a usted en último lugar –dijo el guardia.

- Aunque me fusilen en último lugar me gustaría ir con él.

(…)

El sol brilló en los ojos del abate, obligándolo a parpadear, y le dolió parpadear con el ojo derecho, que estaba tan inflamado. El sol brilló sobre los hombres que aguardaban fuera y sobre los hombres que marchaban con los prisioneros sobre el césped. Y al brillar, hacía que sus cuerpos proyectaran sombras oblicuas que caminaban junto a ellos. El sol brillaba también sobre la sombra de los árboles; y el cielo estaba azul y sin nubes; y el abate supo una vez más que la justicia del Señor era recta y regocijaba el corazón; y que sus juicios eran más dulces que la miel y que el panal; y que, detrás de lo que los hombres habían hecho del mundo, estaban presentes los designios del Señor. Habría querido decir algo de esto al oficial alemán, pero le faltaban las palabras y no había ya tiempo, porque habían llegado al límite de los árboles.

Los guardias se apartaron a uno y otro lado. El hombre del pelo negro y crespo atravesó el césped y les ayudó a atar al oficial alemán contra uno de los árboles. Sus labios estaban firmemente apretados, pero había una sombra de vergüenza en sus ojos, y observándolo, el abate supo que la pestilencia que había caído sobre el mundo había caído sobre él porque los hombres tenían miedo de escuchar la voz que hablaba en el fondo de sus corazones.

-Diga: “En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu”, y estas cosas pasarán rápidamente –dijo el abate al oficial alemán cuando acabaron de atarlo al árbol.

- ¿Con los ojos vendados? –le preguntó el hombre del pelo negro y crespo.

- No –respondió el oficial alemán.

El hombre se apartó del árbol e hizo que el abate se alejara con él y permaneciera entre los guardias.

El oficial alemán quedó en pie, de espaldas al sol que brillaba sobre el árbol y proyectaba sombras movedizas sobre su rostro. La protuberancia de su frente era grande y chata, y el abate podía ver también parte de la protuberancia sobre la nuca, porque lo estaba mirando de perfil.

El abate intentó rezar, pero tenía secos los labios y el corazón, porque sabía que aquella cosa desgarradora y solitaria debía ocurrirle también a él, y que el sol seguiría brillando sobre los árboles después que hubiese ocurrido.

El hombre del pelo negro y crespo dio una orden, y los hombres del pelotón se echaron los rifles al hombro. Dio una nueva orden, y dispararon. La cabeza del oficial alemán cayó sobre su pecho y las rodillas se doblaron bajo su cuerpo. Al principio no hubo ninguna sangre sobre la cara, y al poco tiempo la hubo, pero no mucha. El hombre del pelo negro y crespo volvió de prisa al árbol y efectuó un último disparo con su revólver en la nuca del oficial alemán.

- Nada más que para estar seguro –dijo al volver junto al abate Gastón.

El abate habría querido rezar una última plegaria sobre el cadáver del oficial alemán, para que Dios recogiese su alma y la llevase consigo. Pero los guardias le volvieron a conducir a la casa inmediatamente. Le dijeron que también Raquel había pedido verlo antes de morir, y el abate esperó que también ella estuviese acercándose al Señor.



Autor: Bruce MARSHALL
Título: A cada uno un denario
Editorial Nuevo Inicio, Granada, 2010, pp. 444-449