El misterio del templo en la historia de la salvación


El misterio del Templo es el misterio de los diferentes modos de presencia, de habitación, de Dios en medio de los hombres. Pues el templo es esencialmente el “lugar” en el que el hombre puede encontrar a Dios y relacionarse de manera especial con Él, para darle gracias, suplicar su perdón, pedirle su ayuda, ofrecerle su reconocimiento etc. etc. La idea del templo es una idea profundamente humana, que encontramos plasmada en todas las religiones y en todas las culturas. En esta catequesis queremos meditar sobre este misterio a la luz de la Revelación; queremos contemplar lo que Dios ha revelado al respecto a lo largo de la historia de la salvación, considerando los diferentes modos en que Dios nos ha propuesto su Presencia en medio de nosotros en el transcurso de esta historia.

Y en este sentido, como vamos a ver, la Revelación bíblica está articulada sobre una paradoja: por un lado se contesta la posibilidad de un templo, se la declara innecesaria e incluso imposible, y sin embargo se da paso y legitimidad a la construcción del templo de Jerusalén, aunque dicha construcción va acompañada de una misteriosa promesa que acabará haciendo superflua la existencia de ese mismo templo (cf. 1R 8, 27; Is 66, 1-2).

EL TEMPLO CÓSMICO


El primero de estos modos consiste en la creación, es decir, en la presencia de Dios en las cosas a fin de que, simplemente, sean. Pues las cosas, por el simple hecho de existir, de ser y de ser tales o cuales, representan un reflejo lejano de una u otra perfección de Dios, quien las realiza todas en forma supereminente y con una absoluta simplicidad. Para que existan los seres distintos de Dios es necesaria la intervención de la potencia creadora de Dios. De suerte que Dios está presente en todas las cosas por su potencia y según una semejanza, un parentesco, lejanos aunque reales. Podríamos decir que se trata de una “presencia distante”. Y sin embargo, la causalidad de Dios, que hace existir todas las cosas, al ser Dios mismo, entraña la presencia de la Esencia divina que no puede dejar de henchir con su Presencia, desde que existe su creación, ese mundo al que ha dado el ser y con respecto al cual continúa siendo transcendente.


Todo el cosmos es, por consiguiente, un templo de Dios, aunque lo ignora. Dios le está presente por su potencia y su Esencia sin habitarlo personalmente, valga la expresión: algo así como un artista está en su obra, y sin embargo no habita en ella ni está en ella como puede habitar en su hogar y estar en él con su esposa y sus hijos. De modo que el universo es, en efecto, el primer “templo” que Dios ha ofrecido a los hombres para que le puedan encontrar. Pues el universo ha sido creado por Dios, y refleja la sabiduría, la belleza y la verdad divina. La Iglesia, en efecto, ha comprendido siempre que la creación del mundo es la primera manifestación ad extra del amor divino. Por eso dice la Sagrada Escritura que “de la grandeza y de la hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su Autor” (Sb 13,5). Afirmación que hace propia san Pablo al inicio de la carta a los Romanos: “Porque lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras: su poder eterno y su divinidad (Rm 1, 20).

El mundo no es, por lo tanto, un objeto neutro, sino que incorpora la palabra del Creador, del mismo modo que una obra de arte “da cuerpo” a la palabra interior del artista. Las cosas llevan el sello de la Sabiduría divina: son “palabras de Dios” que invitan al hombre a entablar un diálogo con Él. La belleza misma de la creación es un don de Dios, su éxtasis hacia nosotros, el ofrecimiento de una relación. Hay que mirar el universo con respeto, con un temor reverencial semejante al que tenemos al acercarnos a la obra de un gran artista, pues sabemos que en ella se ha impreso el genio de una persona. Esta actitud reverencial es el inicio del verdadero conocimiento.

En el origen de la humanidad, la creación entera, saliendo de las manos de Dios, es santa; el paraíso terrestre es la naturaleza en estado de gracia. La casa de Dios es todo el cosmos y así lo percibían Adán y Eva antes del pecado.En el estado paradisíaco todo era percibido en la mirada de Dios y en ella el universo es una realidad “sacramental”, un “soporte de la Presencia” (de Dios); posee un carácter de dote nupcial que Dios regala a la humanidad; las cosas son, así, transparencia del Amor.

Este modo de presencia de Dios, este templo que es el cosmos, no es un elemento específicamente cristiano sino común a toda la humanidad de todos los tiempos. Es verdad que la Biblia no habla excesivamente o, en todo caso, no habla nunca como de cosa aparte, de la Presencia de Dios en su creación en cuanto tal, o del templo de la naturaleza. No obstante, hace de ello frecuentes alusiones y esta certeza permanece como el presupuesto de todas las libres iniciativas mediante las cuales realiza Dios una presencia verdaderamente personal entre los hombres. De tales iniciativas nos habla la Biblia y nos va descubriendo sus etapas hasta un final que aguardamos todavía en la esperanza.

Pero todo ello no es óbice para que la creación entera siga constituyendo para todos los hombres –también para nosotros, los cristianos- la presencia de lo sagrado en su forma elemental, que es la intuición oscura de una presencia divina en el silencio de la noche, en la oscuridad de los bosques, en la inmensidad del desierto, en la chispa del genio, en la pureza del amor. Todos estos elementos sagrados no tienen sentido más que remitidos a una Presencia personal, escondida y a la vez revelada por ellos, que despierta en nosotros el temor religioso, la conciencia de que, estando en la creación, no estamos en primer lugar en nuestra casa, sino en la casa de Otro, en la casa de Dios.

El pecado de Adán alterará la mirada del hombre sobre las cosas, ocultando la modalidad paradisíaca del universo, su ser-templo de Dios. No la destruirá, pero al salirse el hombre de la mirada de Dios, ya no será capaz de ver la secreta Presencia que habita el ser del mundo; la mirada del hombre, degradada por el pecado, ya no será capaz de percibir los seres en su transparencia y los “cosificará” haciéndolos “opacos”, olvidando que, en su realidad más profunda, son “palabras de la Palabra”, logoi del Logos.

¿Cómo reencontrar la armonía perdida? ¿Cómo reconciliarnos con los seres? La creación es inocente, no tiene culpa de nada. Las criaturas son santas. Es la mirada del hombre la que ha cambiado a causa del pecado. Es necesario que yo reencuentre la pureza de mi mirada: entonces las criaturas volverán a ser mensajes luminosos. Es lo que Cristo nos aporta y lo que vemos realizado de manera ejemplar en santos como san Francisco de Asís o san Juan de la Cruz.

EL TEMPLO DE JERUSALÉN

El origen del Templo se debe a Moisés, quien recibe de Dios la orden de edificar un santuario que será la morada especial del Señor. Ese santuario empieza siendo un santuario portátil, que llevan los hebreos por el desierto, hecho con una tienda de tela cubierta por una tienda de cuero; después fue el santuario de Siló, más tarde el arca de la alianza será trasladada por David a Jerusalén, donde él concebirá la idea de construir un templo, idea que realizará su hijo Salomón. Ese templo será destruido por Nabucodonosor y más tarde reconstruido por Nehemías y los judíos que volvieron del exilio.

Más allá de las diferentes modalidades que el Templo toma a lo largo de su historia, lo que importa es el hecho religioso esencial de la Presencia de Dios en el Templo desde Moisés hasta la muerte de Jesús: la destrucción del Templo en el año 70 no hará sino sancionar el hecho de que Dios ha abandonado ese lugar, como morada de su gloria, como lugar en el que reside la shekinah –la gloria del Señor-, porque esa gloria reside ahora y para siempre en el cuerpo de Cristo resucitado.

El Templo polarizó la vivencia religiosa de Israel, como lo testimonian numerosos salmos: “¡Qué deseables son tus moradas, Señor del universo…! (…) Yo amo la belleza del tu casa, el lugar donde reside tu gloria (…) Vale más un día en tus atrios que mil lejos de ti (…) Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por los días de mi vida”.

¿Qué diferencias hay entre el Templo mosaico y el Templo cósmico? A primera vista parece que hay un retroceso. Porque hasta Moisés se podían ofrecer sacrificios en cualquier sitio –como de hecho hacían los Patriarcas-, mientras que, a partir de Moisés y la constitución del Templo mosaico, los sacrificios sólo pueden ser ofrecidos a Dios en el Tabernáculo: sólo hay un santuario, e Israel recibe formalmente la orden de destruir todos los lugares de culto de las naciones cuyos territorios van a ocupar (Dt 12, 2). Pero en realidad, en el plan divino, esto no es un ir a menos sino un ir a más: se trata se evitar el politeísmo y de subrayar la unicidad de Dios: la unicidad del santuario era como el signo de la unicidad de Dios.

Además hay una segunda e importante diferencia: el Templo mosaico instaura un abismo entre Dios y el hombre. Antes, se podía encontrar al Señor en cualquier sitio y charlar amigablemente con Él. Ahora Él se esconde en el Santo de los santos, donde tan solo una vez al año el sumo sacerdote puede penetrar poseído por un sentimiento de reverencia y temor. Con ello se subraya y se educa al pueblo de Israel en la transcendencia de Dios, en el hecho de que Él es verdaderamente el Totalmente-Otro y se evitan todos los antropomorfismos en los que puede caer una excesiva familiaridad con Él. Así se subraya la incomprensibilidad de Dios, lo que constituye un gran progreso en el conocimiento de Dios. Surge así la dualidad de lo sagrado y lo profano, en cuyo conocimiento el pueblo de Israel debe de ser educado (Ez 44).

Finalmente este régimen subraya el pecado del hombre, la impureza esencial que mancha al hombre y que se remonta al pecado original. Lo cual educa al hombre en la necesidad de una purificación que no se puede dar a sí mismo, en la conciencia de su indigencia fundamental que le obliga a “tender los brazos hacia su liberador”, como decía Pascal.

EL TEMPLO CRÍSTICO

El Templo de Jerusalén no es sino un estadio transitorio hacia el nuevo orden que llega con la persona de Cristo: él es la realidad de la que el Templo era la figura. A partir de ahora la Morada de Yahveh, la Schekinah, ya no será el Templo sino la Humanidad de Jesús: “Aquí hay uno mayor que el Templo” (Mt 12, 6). En efecto, en Jesucristo Dios se une, según la misma existencia, a una humanidad que viene a ser la humanidad del Verbo. La inmanencia, la inhabitación es total, ontológica. La unión –hipostática y según el ser- de Dios con la humanidad en Jesucristo, realiza una inhabitación corporal de Dios en medio de nuestro mundo. “En él habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad” (Col 2, 9). “Corporalmente” significa “realmente” y significa también “en un cuerpo”.

La consecuencia de ello es que el Templo podrá desaparecer, porque ha llegado ya la realidad que él representaba. La gloria de Dios residía en el Templo hasta el momento de la Encarnación: desde ese día empieza a residir en Jesús, en quien habita corporalmente la plenitud de la Divinidad (Col 2, 9). El Templo de piedra puede ser destruido, porque después de tres días, el verdadero Templo, que es la Humanidad de Jesús, va ser definitivamente reconstruido por la resurrección y glorificación de Cristo.

Hubo un tiempo en el cual coexistieron el Templo mosaico y el verdadero Templo, el Templo crístico, que es Cristo. Contemplemos los momentos en que coincidieron ambos.

El primero de ellos fue la Presentación del niño Jesús en el Templo de Jerusalén. En ese momento se manifestó, en el corazón mismo de la figura, la realidad; el don se hizo presente en el corazón de la promesa. Y cuando Simeón reconoció el don de Dios en el niño Jesús y alabó a Dios por ello, se hicieron realidad física las palabras del salmo: “Meditamos tu misericordia en medio de tu templo” (Sal 47, 10). Simeón sostiene en las palmas de sus manos, en medio del Templo, al Señor del Templo.

El segundo encuentro entre Jesús y el Templo es muy misterioso y ocurre en el momento de la tentación, cuando Satán lleva a Jesús a lo alto del Templo. Notemos que las tentaciones de Jesús ocurren en tres lugares bíblicamente santos: el Desierto, el Templo y la Montaña.

Hay otros encuentros de Jesús con el Templo, de los que cabe resaltar la expulsión de los vendedores del Templo, en la que Jesús afirma, en la figura (el Templo mosaico), la santidad del verdadero Templo. Así como también el discurso sobre el agua viva que Jesús realiza en el Templo el día de la fiesta de los Tabernáculos, donde Jesús afirma que el agua viva del Espíritu brota de su Humanidad: “El que tenga sed que venga a mí y beba; del que crea en mí brotarán ríos de agua viva” (Jn 7, 38), con lo que Jesús refiere a sí mismo las propiedades del Templo, en particular, el río de agua viva que Ezequiel había contemplado manar del Templo de Jerusalén (Ez 47, 1-12).

La diferencia fundamental entre el orden mosaico y el orden crístico consiste en que, en el orden mosaico, la Presencia de Dios está ligada a un lugar único –el Templo de Jerusalén-, mientras que ahora la Presencia de Dios está vinculada a la Humanidad gloriosa de Jesús y allí donde esa Humanidad se hace presente, está presente Dios. Y como quiera que la Eucaristía hace presente a Cristo en su Humanidad, la celebración de la Eucaristía termina con la vinculación geográfica de la Presencia de Dios a un determinado lugar.
Además, el velo del Templo de Jerusalén, que cubría el Santo de los santos, y que significaba la separación entre Dios y los hombres, el querubín de fuego que impedía la entrada en el paraíso, a causa del pecado, ahora, con la muerte de Cristo, se rasga, con lo que se nos está indicando que se inicia un nuevo eón, en el que tenemos, por la sangre de Cristo, libre acceso a Dios, “Tenemos, pues, hermanos, plena confianza para entrar en el santuario en virtud de la sangre de Jesús, por este camino nuevo y vivo, inaugurado por él para nosotros, a través de la cortina, es decir, de su cuerpo” (Hb 10, 19-20).

EL TEMPLO ECLESIAL

Así pues, es la Humanidad de Cristo la que constituye el verdadero Templo. Pero hay que tomar la Humanidad de Cristo en su totalidad, es decir, que ella es el Cuerpo Místico de Cristo entero, Cabeza y miembros. La Cabeza está en el cielo, sentado a la derecha del Padre, y los miembros están (algunos) también en el cielo y (otros) terminando todavía su peregrinación en la tierra. Esta totalidad es la que constituye el verdadero Templo. Refiriéndose a ella, escribe Pedro: “También vosotros, cual piedras vivas, entrad en la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo” (1Pe 2, 5). Y Pablo: “Así pues, ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios, edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo, en quien toda edificación bien trabada se eleva hasta formar un templo santo en el Señor, en quien también vosotros con ellos estáis siendo edificados, para ser morada de Dios en el Espíritu” (Ef 2, 19-22).

En la Iglesia la presencia de Dios se realiza mediante la gracia, por la unión personal de cada miembro con Cristo, y consiste en un estar con Él, teniéndole a Él como contenido del conocimiento y del amor, en los que se realiza la vida de un ser espiritual. Por la gracia podemos asirle y poseerle a Él, no a una semejanza suya, sino a su Substancia viva. El alma en gracia de Dios está con Él como un amigo está con su amigo, un esposo con su esposa, un padre con sus hijos. Dios habita verdaderamente en ella, no ya únicamente según su semejanza, por potencia y causalidad, sino según su substancia y, cabe decir, personalmente. Los Padres y los teólogos cuidan de precisar que no se trata ya de Presencia, sino de Inhabitación, palabra que hace justicia a lo que dijo el Señor: “El que me ama, guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14, 23).

La Presencia de Dios en el Antiguo Testamento estaba vinculada al Templo de piedra y ahora, en el Nuevo Testamento, está vinculada a la gracia de Dios que se nos da en los sacramentos, sacramentos que celebra la Iglesia, que es una comunidad espiritual. Hasta el punto de que no es necesario ningún templo de piedra para celebrar la Eucaristía, ofreciendo el sacrificio de Cristo, mientras que sí es necesaria (normalmente) la presencia de la comunidad eclesial. “Porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18, 20).

EL TEMPLO CELESTE

La última y definitiva forma de presencia de Dios en medio de los hombres es la que se dará en la Jerusalén celestial, en la cual ya no habrá templo alguno “porque el Señor, el Dios Todopoderoso y el Cordero es su santuario” (Ap 21, 22), y la vida de la gracia llegará en ella a su plenitud total ya que Dios será “todo en todos” (1Co 15, 28).

San Gregorio de Nisa expone la historia de la salvación comparándola con una sinfonía, con un coro de cantos y de danzas, que celebra la fiesta perpetua que aclama y canta la gloria de Dios. Todas las criaturas espirituales participaban en esa fiesta, hasta que sobrevino el pecado, que deshizo esta armonía y extendió el error a los primeros hombres, que danzaban mezclados con las potencias celestes. Entonces se produjo el exilio de la humanidad y el querubín con la espada de fuego cerró la entrada a este paraíso original en el que ángeles y hombres celebraban la gloria de Dios.

Hasta que llegó Cristo y realizó la redención. El día de la Ascensión del Señor es el día en que vuelve la oveja perdida –la humanidad-, llevada sobre los hombros del buen Pastor, y los ángeles saludan alegremente a Cristo, vencedor de la muerte, que reintroduce a la Humanidad en el coro, que ya está de nuevo completo. Aunque esto no ocurre sin un admirable efecto dramático: los ángeles esperaban al León de Judá, un Rey vencedor, y lo que ven es un Cordero inmolado. Gregorio de Nisa expresa esta sorpresa diciendo: “Los ángeles de la tierra le acompañan y piden a las Puertas celestes que se abran. Pero él no es reconocido, porque va revestido de la pobre ropa de nuestra naturaleza, y sus vestidos han sido ensangrentados en el lagar de los males humanos”. De modo que, a partir de ahora, se introduce un elemento nuevo en el coro celeste: el traje rojo de los rescatados se mezcla con el traje blanco de los preservados y empieza a haber en el cielo algo que los ángeles podrán envidiar a los hombres: la participación en la Pasión de Cristo. En medio del coro angélico, he aquí que son introducidos en el Templo eterno los Mártires bañados en la sangre del Cordero, esa sangre de la que Catalina de Siena veía impregnada a la iglesia entera.

Esta entrada de la Humanidad en el Templo celeste, está ya adquirida para la Humanidad total; pero cada hombre debe de adquirirla para sí mismo. Nuestra vida aquí en la tierra tiene como finalidad ir habituándonos a las costumbres divinas, para que no nos encontremos desorientados cuando lleguemos al cielo. Nuestra vida terrena es un aprendizaje, una educación: se trata de aprender los rudimentos de lo que tendremos que vivir en el cielo por toda la eternidad. Así la oración es un intento de balbucear lo que será más tarde la “conversación celeste” con Dios y con su Ángeles; así también tenemos que ir adelgazando nuestra inteligencia, demasiado adherida al mundo del espacio y del tiempo, para familiarizarla poco a poco con las realidades divinas por la acción y los dones del Espíritu Santo; así también la caridad es el inicio torpe de esta comunión total que reunirá a todos los santos. Y al empezar a hacer todo esto, empezamos a hacer lo que haremos por toda la eternidad. Es un esbozo de nuestra verdadera vida, que mientras vivimos aquí en la tierra, está “escondida con Cristo en Dios” (Col 3, 3).