La esperanza cristiana

La esperanza es, precisamente, lo que nos permite caminar hacia el futuro, confiando en aquellos brotes que nos preanuncian la plenitud que anhelamos y que, además, nos permiten vencer los temores. Pues la vida humana tiene lugares donde surgen esos brotes de esperanza. Pensemos en la experiencia del amor, que contiene siempre una promesa de eternidad y permite a los enamorados imaginar un futuro de nuevas posibilidades. O en la experiencia de la generación de un hijo, donde, en el asombro por el nacimiento del hijo, experimentamos que en el origen de todo lo que somos y hacemos hay un don, un “tú” que nos ha reglado el don de la vida sin esperar nada a cambio; un gran amor que nos ha acogido en una familia y ha velado en todo momento por nosotros.

Pero todas estas esperanzas, por sí solas, se quedan cortas. Si podemos acogerlas es porque brilla ya en ellas esa gran esperanza de la que hablaba el papa emérito Benedicto XVI en su encíclica Spe salvi (cf. nº 39). Es la esperanza de Dios, la confianza de que la vida puede llegar a su meta y vencer todos los temores, incluido el de la muerte: esta esperanza es como la pepita de oro que brilla en el fondo de la batea, dando su verdadera medida a las esperanzas cotidianas.

El encuentro con el amor de Jesús contiene una promesa que nos hace capaces de esperar por encima de nuestras fuerzas. Cuando nos apoyamos en Cristo, estamos seguros de que él puede garantizar la esperanza más grande, aquella que va más lejos del simple optimismo. Esta es la verdadera esperanza teologal, porque tiene su sentido (logos) en la bondad de Dios (theos): Dios tiene un plan universal para salvarnos y lo ha realizado en su Hijo Jesús. Una tal esperanza nos permite apoyarnos en Dios como futuro absoluto y no en nuestros propios proyectos o planes, sometidos a tantas limitaciones: esta es la seguridad que da la esperanza.

La esperanza, entendida cristianamente, parte de la convicción de que contamos con el apoyo divino para llegar a la meta. Aunque no lo merezcamos. Aunque seamos frágiles y hayamos merecido no contar con dicha ayuda. “Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero” (Jn 21,17): esta afirmación de san Pedro, al saberse mirado misericordiosamente por el Señor, es un resumen de toda su vida y es, también, la expresión de su confianza en Aquel que ha dado su vida por él. Dios no solo se revela como final del camino, sino también como camino. Él nos invita a llegar a Él no porque podamos hacerlo solos, apoyados en nuestras propias fuerzas, sino porque nos ofrece su sostén en el camino.

La esperanza y la fe están inseparablemente unidas entre sí y con la caridad. Las tres virtudes teologales expresan la nueva vida que Cristo nos ha regalado o, lo que es lo mismo, la manera fresca, novedosa y hasta transgresora de relacionarnos con Dios y con la realidad entera. Lo propio de la esperanza es que para alcanzar su objetivo no se apoya en sus propias fuerzas: es la fe la que nos asegura que la fuerza de Dios es más grande que la debilidad humana y que los ataques del mal. Por eso la esperanza no defrauda (cf. Rm 5,3-5) y no puede ser domesticada por los que detentan los resortes del poder, por ello acaba siendo considerada por el mundo como un elemento subversivo.

Vivir de la esperanza no suprime los problemas de nuestras vidas. Ha sido así en todas las épocas. Nunca en nuestra historia, tras el pecado original, ha existido un “paraíso terrenal”. Esperar en Dios no significa eliminar el sufrimiento, sino abrir a este último un horizonte: entender que en cualquier situación, por difícil y trágica que sea, puede haber una fecundidad, un fruto, porque el dolor, después de haber sido asumido definitivamente por Cristo, puede despertar el amor y hacerlo madurar.

Creo que en el diálogo con nuestro mundo tan secularizado, corremos el riesgo de presentarle el cristianismo como un mero sistema de valores y esconderle lo esencial: la esperanza en Aquel que ha vencido al dolor, al pecado y a la muerte. Me preocupa oír a veces que “el cristiano tiene siempre esperanza” o que “el cristiano tiene siempre fe”. Pienso que no deberíamos desvincular estas grandes palabras de su arraigo en la persona, en su fundamento. Más bien, deberíamos decir que “el cristiano tiene siempre la esperanza de Cristo”, que “el cristiano tiene siempre la fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo”. Sin la persona concreta de Jesús, el cristianismo se reduce a una filosofía.


Autor: Gerhard cardenal MÜLLER
Título: Informe sobre la esperanza. Diálogos con Carlos Granados
Editorial: Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 2016
Pp. 3-5; 11-12; 14; 22-23