El combate contra el diablo



La vida cristiana como lucha

La vida del hombre sobre la tierra comporta siempre un combate espiritual en el que el hombre se debate entre el Bien y el Mal, entre Dios y el Maligno. Así lo recuerda el concilio Vaticano II: “A través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día final (Mt 24, 13; 13, 24-30 y 36-43). Enzarzado en esta pelea, el hombre ha de luchar continuamente para acatar el Bien, y sólo a costa de grandes esfuerzos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de establecer la unidad en sí mismo” (GS 37).

La catequesis tradicional de la Iglesia se ha referido a ese combate como una lucha entre el alma, es decir, el hombre interior que quiere ser fiel a Dios, y sus tres enemigos: mundo demonio y carne. San Juan de la Cruz nos ilustra sobre este combate diciendo: “El mundo es el enemigo menos dificultoso. El demonio es más oscuro de entender; pero la carne es más tenaz que todos, y duran sus acometimientos mientras dura el hombre viejo. Para vencer a uno destos enemigos es menester vencerlos a todos tres; y, enflaquecido uno, se enflaquecen los otros dos; y vencidos todos tres, no le queda al alma más guerra” (Cautelas 2-3). 

En realidad, en el origen de todo está el Demonio, que fue quien indujo al primer Adán al pecado, una de cuyas consecuencias fue lo que denominamos la carne, es decir, la escisión interior que nos desgarra. También el mundo, como organización de la existencia contra Dios, es fruto de ese primer pecado. Por eso, en rigor de términos, es el Demonio quien se aprovecha del mundo y de la carne para inducirnos al mal.

Esta última dimensión del combate espiritual nos la revela san Pablo cuando afirma que “nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los Principados, contra las Potestades, contra los Dominadores de este mundo tenebroso, contra los Espíritus del mal que están en las alturas” (Ef 6, 12). Con estas palabras san Pablo nos dice que no basta con luchar contra las malas tendencias que llevamos dentro de nosotros (la carne) y contra las influencias perniciosas del ambiente (el mundo), sino que, en último término, se trata de luchar contra los demonios. Así nos lo recuerda la Iglesia cuando, el día de nuestro bautismo, nos pregunta si estamos dispuestos a renunciar a Satanás, a sus obras (los pecados) y a sus seducciones (las mentiras con las que intenta convencernos de que lo más inteligente que podemos hacer es pecar).

Las finalidades de la acción demoníaca

Toda la actividad demoníaca tiene como finalidad dañar a los hombres. Los demonios están celosos de los hombres e intentan impedir su salvación, conduciéndolos al pecado que es el mal supremo, la separación de Dios. Pero esta envidia en relación a los hombres tiene su origen en el odio a Dios, un odio insaciable que ningún “éxito” puede apaciguar. Por ello los demonios quieren manchar y destruir al hombre en cuanto que es imagen de Dios. 

De ahí procede la intención “despersonalizadora” propia de la acción demoníaca, sobre la que han insistido, con mucha razón, algunos teólogos contemporáneos. Su acción sobre los hombres tiende a despersonalizarlos, encerrando a cada hombre dentro de sí mismo y fundiéndolo en un anonimato en el que es más permeable a la influencia de las estructuras colectivas del pecado. Como escribe E. Brunner: “[Satán] practica el modo de acción impersonal, intentando disolver la personalidad. Se masifica a los ojos de los hombres, es decir, se desliza en cada situación en la que la conciencia psicológica personal cesa y, por ello mismo, la responsabilidad personal, en la que el hombre ya no es un ‘yo’ sino un conglomerado psíquico. [Satán] ama la ausencia de reflexión en los hombres y detesta que los hombres consigan reflexionar. Ama el mutismo y odia la palabra que es el medio por excelencia de revelar a la persona. La cerrazón del hombre sobre sí mismo es inherente a todos los fenómenos de carácter satánico y demoníaco”.

Más profundamente quizás, lo que los demonios pretenden es establecer una especie de ‘anti-reino’ de Dios, instaurando ellos un dominio total sobre los hombres por medio del pecado. De manera que se establecería una especie de contrapartida del Señorío de Dios sobre los hombres, acaparando para ellos la adoración que sólo se debe dar a Dios. Así lo han observado a menudo los Padres de la iglesia, recordando la frase evangélica: “Todo esto te daré si postrándote me adoras” (Mt 4, 9). 

La acción de los ángeles (y de los demonios) en el mundo

La acción de los ángeles y de los demonios en el mundo se realiza por medio del movimiento local, del desplazamiento, según enseña Santo Tomás de Aquino. En el plano personal, el “movimiento local” puede significar el “presentar”, el “poner por delante” de la consideración del hombre determinadas realidades, imágenes o pensamientos que, sin determinar a la libertad humana, la orientan en una determinada dirección, situando la mirada de la inteligencia humana en esa misma dirección. Los ángeles y los demonios actúan sobre nosotros ofreciéndonos “ventanas” por las que contemplar la realidad: según la “ventana” por la que uno contemple la realidad, la decisión se orienta en un sentido o en otro. (Ejemplo del estudiante que tiene un examen el lunes…).

Según Santo Tomás de Aquino, Dios es el único que puede actuar directamente sobre las potencias espirituales de su creatura, pero los ángeles pueden actuar indirectamente sobre su inteligencia y su voluntad actuando sobre su condicionamiento psíquico material. La acción de los ángeles y de los demonios trabaja sobre el condicionamiento psíquico material de todo el proceso intelectivo y volitivo, influyendo sobre la imaginación y sobre los sentidos, lo que tiene un gran alcance sobre el hombre para quien, como espíritu encarnado que es, las imágenes poseen una gran importancia, puesto que ellas son, de algún modo, como la mediación entre lo material y lo espiritual. 

El modo ordinario del ataque demoníaco: la tentación

Conviene recordar que el Diablo no puede actuar directamente sobre nuestras facultades superiores, la inteligencia y la voluntad, sino tan sólo sobre nuestra sensibilidad, nuestra memoria y nuestra imaginación. Digamos que su terreno de acción en el hombre es el psiquismo: actuando sobre él (memoria, imaginación, fantasía) puede influir en nuestra inteligencia y en nuestra voluntad con lo que va poniendo condicionamientos a la vida espiritual. Estos condicionamientos pueden ser estrictamente individuales, propios de cada hombre, o también colectivos, históricos, sociales, culturales. Es lo que ocurre con las obsesiones y, en los casos extremos, con la posesión diabólica. De ahí que los autores espirituales recuerden siempre la importancia del dominio de la sensibilidad y, de manera especial, de lo que hoy llamaríamos “el imaginario”, es decir, el repertorio de imágenes que pueblan nuestra fantasía y nuestra memoria. Es precisamente a través de este mundo de imágenes como el demonio puede actuar añadiendo “formas, noticias y discursos, y por medio de ellos afectar el alma con soberbia, avaricia, ira, envidia, etc., y poner odio injusto, amor vano, y engañar de muchas maneras; y allende desto, suele él dejar las cosas y asentarlas en la fantasía de manera que las que son falsas parezcan verdaderas, y las verdaderas falsas”, afirma San Juan de la Cruz (Subida del Monte Carmelo, Libro III, Capítulo 4).

Ante todo, hay que sostener firmemente que el demonio no puede actuar directamente sobre las potencias espirituales del hombre, es decir, sobre su inteligencia y su libre voluntad. Ellas constituyen como una especie de santuario inviolable al que no tiene acceso ninguna criatura. Sólo Dios puede inclinar desde dentro la libertad humana hacia el bien, mientras que el demonio no puede en modo alguno “causar” el pecado, que por lo demás no sería pecado si estuviera causado por él.

PARA VENCER AL DIABLO

En el combate contra el demonio conviene recordar que éste no puede hacer con nosotros lo que él quiere, sino tan sólo lo que Dios le permite, como ya se vio claramente en el libro de Job. De ahí que debamos tener siempre muy presentes las palabras de san Pablo: “No habéis sufrido tentación superior a la medida humana. Y fiel es Dios que no permitirá seáis tentados sobre vuestras fuerzas. Antes bien, con la tentación os dará modo de poderla resistir con éxito” (1Co 10, 13). Es cierto que Satán conserva todos los dones que Dios le dio al crearlo, y que son dones superiores a los nuestros, pues él tiene una naturaleza angélica. Pero hasta para una operación tan banal como entrar en una piara de cerdos, los demonios necesitan pedirle permiso a Dios (cf. Mt 8, 30-32). De modo que los demonios, aunque sean rebeldes contra Dios, no dejan de estar sometidos a su poder y no dejan de contribuir, a pesar suyo, a la realización del plan de Dios. Como observa irónicamente el cardenal Journet, “después de Dios, el que más contribuyó a la santificación de Job, fue el demonio”.

a) El reconocimiento de nuestros pecados

En el combate contra Satán todos nosotros podemos participar convirtiéndonos en ese pequeño “obstáculo imperceptible” que, como una caña en medio de un río desvía en algo la corriente. La clave de todo es la santidad. Y para ser santos lo primero es ser sencillamente hombres, en medio de la erosión universal que va royéndolo todo, empujándolo hacia la nada. ¿Y en qué consiste la santidad? Como quiera que la acción del Diablo tiende a oscurecer en nosotros el sentimiento de culpa, haciéndonos creer que la culpa es siempre de los otros, que el destino o la fatalidad son los responsables de todo, la acción contraria será la que nos encamine hacia la santidad: la verdadera santificación se basa en el incremento de nuestro sentimiento de ser cómplices de todo el mal que se hace en el mundo. Asumir, confesar, nuestra culpabilidad, con una viril clarividencia es la verdadera curación de nuestros famosos “complejos de culpabilidad”. La cima de la santidad no consiste en la certeza ilusoria de estar sin pecado, sino en asumir, como hizo Cristo, todo el pecado del mundo y morir suplicando su perdón.

b) La actitud marial: la apertura total a la gracia

Pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza mientras acechas tú su calcañar (Gn 3, 15). Según este versículo, lo que va contra lo demoníaco y acaba por aplastar la cresta de su orgullo es la mujer y lo que ella engendra, y su descendencia. La mujer significa, en general, la receptividad a la gracia contra la reclusión en su pura naturaleza y se refiere, de forma preeminente, a la Virgen Santa, que “llena de gracia” es pura receptividad hacia el Señor, y su descendencia, que es Cristo, aplasta la cabeza de la serpiente infernal. 

San Luis María Grignion de Monfort afirma: “La antigua serpiente teme más a María, no sólo que a todos los ángeles y a los hombres, sino, en cierto sentido, que a Dios mismo. No es que (…) el poder de Dios no sea infinitamente mayor que el de la Virgen Santa, pues las perfecciones de María son limitadas, sino que Satán, primeramente por ser orgulloso, sufre infinitamente más siendo vencido y castigado por una pequeña y humilde sierva de Dios, y la humildad de María lo humilla más que el poder divino”. Es del todo normal que el Espíritu Santo triunfe sobre el espíritu malo. Que triunfe de él por medio de un espíritu bienaventurado, como el arcángel Miguel, es todavía tolerable. Pero que lo aplaste por medio de una pobre mujer de carne es lo más insoportable para el espíritu maléfico, eso es lo que lo humilla de veras y realiza la sabiduría de Dios. 

La Tradición muestra a la Virgen María pisando la serpiente con sus pies. Un instinto delicado e infalible representa siempre esta pisada marial como algo que se ejerce sin esfuerzo, sin lucha, como si no ocurriera nada. María no vence al diablo como el Arcángel. San Miguel derriba por tierra al Dragón, activamente, apuntando hacia él y blandiendo la lanza o la espada. Nuestra Señora, por el contrario, se mantiene sobre la serpiente como si esta última no estuviera debajo. No se preocupa por ella. No pone su mirada en el talón. Todo su ser, en su feminidad, no es más que acogida del Altísimo. Si aplasta a Satán es por añadidura, porque no cesa de ser un receptáculo desbordante de gracia. Y por eso ella aplasta a Satán mejor que el Arcángel: lo priva hasta del prestigio del combate. 

c) La pobreza: la necesaria desnudez

Gregorio Magno observa que el diablo, espíritu puro, no necesita riquezas materiales y nos las cede de buena gana. Esta liberalidad sólo sirve para proporcionarle más agarraderos: puede poseernos por medio de nuestras posesiones; con las cosas a las que estamos apegados, puede llevarnos como con una correa. El desprendimiento es, pues, el mejor escudo espiritual; la desnudez, nuestra más sólida armadura. “Los espíritus del mal no poseen nada como propio en este mundo. Debemos, pues, luchar desnudos con esos seres desnudos. Porque si un hombre vestido lucha contra un hombre desnudo, rápidamente es derribado en tierra, porque ofrece muchos agarraderos. ¿Y que son, en efecto, todos los bienes terrestres, sino una especie de vestido para el cuerpo? El que se prepare, pues, para combatir al diablo, que deje sus vestidos para no sucumbir”, nos advierte san Gregorio Magno.

Jacques Maritain indicó muy bien el peligro de una Nueva Evangelización que olvidara esa desnudez para reducir su novedad a la vieja tentación: contentarse con recurrir a los grandes medios del mundo, tener bastante con integrar nuevas tecnologías. Recuerda él que el apostolado de Jesús se llevó a cabo sólo mediante la presencia de un Cuerpo en una túnica sin costuras: “¿Cuáles fueron los medios temporales de la Sabiduría encarnada? Predicó en las aldeas. No escribió libros, un medio demasiado cargado de materia, no fundó periódicos ni revistas. No preparaba discursos ni conferencias, abría la boca y el clamor de la sabiduría, la frescura del cielo pasaba sobre los corazones. ¡Qué libertad! Si hubiera querido convertir el mundo con los grandes medios del poder, con los ricos medios temporales, con los métodos americanos, qué fácil hubiera sido. ¿No le ofreció alguien todos los reinos de la tierra? Haec omnia tibi dabo. ¡Qué ocasión para el apostolado! Nunca se encontrará otra parecida. La rechazó”.

Y explica el filósofo católico que, en el ámbito de la fe, la jerarquía es inversa. Los medios temporales ricos y pesados de la potencia mundial están subordinados a los medios temporales pobres y ligeros del apóstol: No llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias. Y no saludéis a nadie en el camino (Lc 10, 4). Esa pobreza es el medio más rico contra el que ofrece todos los reinos de la tierra.

d) El sacerdocio

En los sacramentos, siempre se da la presencia mutua de los cuerpos: imposible confesarse por el Messenger o comulgar por webcam. Los dones supremos del Eterno reclaman la mediación de esta carne perecedera y, en lugar de difundirse a distancia, sin rostro, sin encuentro con el prójimo, la gracia se hace más viva si se ofrece a través de un cura bien gordo.

Esto es lo terrible para el demonio. Hemos visto que, según Grignion de Monfort, en cierta forma temía más a María que a Dios mismo, porque le resultaba más humillante ser aplastado por una joven que por el Todopoderoso en sí. ¿Qué decir cuando es derribado no sólo por un ser de carne, sino por un tipo que ni siquiera es inmaculado, por un pecador ordinario, es decir, por un pobre sacerdote que recita su fórmula y por cuyo intermedio da Dios su misericordia? El diablo no puede soportarlo. Es un hueso atravesado en la garganta: detesta el sacerdocio hasta el extremo. 

Como el demonio es humillado por el sacerdocio, no puede hacer otra cosa que emprenderlas especialmente con los sacerdotes, convertirlos en blancos privilegiados de su ocupación y, en el momento en que uno es incorporado al sacramento del orden, abalanzarse violentamente contra él. 

e) El espíritu de infancia

A diferencia de los espíritus puros, el hombre, antes de ser maduro, conoce el “verde paraíso de los amores infantiles”. Los ángeles nacen adultos, libres y perfectos en el acto. Nosotros pasamos por esa edad de vulnerabilidad y de dependencia extremas y, por esa misma razón, de despreocupación también y de gozoso abandono. Desarraigar de uno mismo al niño pequeño que uno fue es intentar hacerse el ángel y, por ende, llegar a ser un demonio. Uno se contempla a sí mismo como especie de pleno derecho, sin vínculo alguno de dependencia con las demás criaturas, sin un origen que reconocer. La frase de Bernanos sobre Hitler es significativa: “El señor Hitler no ha hecho más que realizar los sueños de su edad madura”. Los sueños de la edad madura son los de la dominación. Los recuerdos de la infancia son los de la admiración. Mientras que aquellos lo esperan todo de un acrecentamiento del propio poder, éstos aguardan un don que nos fascina y que nos lleva más allá. 

La memoria de esta edad primera se mantiene desde entonces como principio de las conversiones más elevadas: la infancia es en nosotros como una reserva, el recuerdo de lo posible, de cierta inocencia y, por tanto, para el hombre viejo que se zambulle en ella, la vuelta de cierta frescura y la posibilidad de volver a empezar otra vez. Puesto que no tiene infancia, puesto que nace adulto, el ángel no puede volverse atrás: sus opciones son irrevocables, se entrega a ellas sin moderación, sin potencialidad ninguna, sin el anclaje en esos comienzos que nos da la soltura para recomenzar una y otra vez hasta el umbral de la muerte, de reabrir en uno mismo la disponibilidad al misterio. 

Así pues, la infancia es en nosotros la fuente de la renovación -esa provisión de aceite que permite a las vírgenes prudentes estar abiertas a la venida incalculable del Señor- porque es el punto de apoyo más firme para el arrepentimiento, para la posibilidad de retornar cada vez que se haya caído. Porque las caídas, en el niño pequeño, no duelen. Y sabe también desarmar la cólera de su padre echándose en sus brazos. 

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Los santos nos dicen cosas muy interesantes sobre la manera de proceder del Diablo. San Vicente de Paúl recuerda que una de las estrategias más utilizadas por el demonio es el exceso de trabajo. San Francisco de Sales, por su parte, nos dice que otra de sus tácticas consiste en hacernos desear un estado de vida o una dedicación apostólica o un trabajo diferente de los que tenemos. En general el Demonio pretende convencernos de que Dios no es bueno, de que, en realidad, Él es el enemigo de nuestra felicidad, y de que Dios no lo está haciendo bien con nosotros. Su objetivo es infundirnos primero la sospecha y luego el resentimiento frente a Dios, para que nos rebelemos contra Él. De ahí que la alegría sea un excelente medio de combatir al Demonio, como nos lo recuerda san Francisco de Asís, cuyo biógrafo, Tomás de Celano, afirma que se esforzaba por conservar “la unción de la alegría”. Lo mismo afirma santo Tomás de Aquino, quien además añade que la alabanza a Dios es una fuerza muy eficaz para combatir al Diablo.