Cuatro pequeños trozos de pan

(Recogemos aquí algunas reflexiones de Magda Hollander-Lafon, judía húngara, deportada al campo de Auschwitz-Birkenau cuando tenía dieciséis años. Su familia fue completamente exterminada. Ella sobrevivió y, refugiada al final de la guerra en Francia, se convirtió al catolicismo y fue bautizada. Es madre de cuatro hijos y abuela de varios nietos)

En Birkenau, una agonizante me hizo una señal: abrió su mano, que contenía cuatro pequeños trozos de pan enmohecido y, con una voz apenas audible, me dijo: “Toma. Tu eres joven, tú debes vivir para testimoniar de lo que ocurre aquí. Tú debes decirlo para que esto no vuelva a ocurrir nunca más en el mundo.” Yo tomé esos cuatro trocitos de pan y me los comí delante de ella. y leí en su rostro, a la vez, la bondad y el abandono. Yo era muy joven y me sentí superada por este gesto y por la carga que lo sustentaba (73).

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Se nos arrancaba toda identidad: recuerdos, vestidos, e incluso cabellos o dientes si estaban coronados de oro. Pero la fraternidad permanecía en el corazón de algunas e irradiaba.

Todavía escucho la voz cálida de una camarada que estaba allí desde hacía cinco años y nos decía: “Tened confianza en la vida. No cedáis a la desesperación. Cultivemos la amistad entre nosotras. Reagrupemos nuestras fuerzas. No perdamos el ánimo: los débiles no viven aquí. Es necesario sobrevivir. Hacen falta testigos”.

Estas palabras procedían de una hermana desconocida. Pero echaron raíces en mí y me han ayudado a vivir en los momentos de agotamiento.

Si hoy yo recorro, llena de agujetas, el puente de mi memoria, es para que viva durante mucho tiempo el recuerdo de estas palabras y de aquellos a los que se les robó su vida y que quisieron, hasta el final, darnos el coraje de vivir (51).

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El misterio de los encuentros personales existe y me ha sostenido mediante su luz, y me ha dado varias veces la vida.

Hoy (1977) yo sé con certeza que el amor creador de mi esposo, mi amigo, me ha pacificado porque ha sabido creer en mí. Nosotros continuamos con las alegrías y las dificultades de cada día, pero con pasión, desde hace veintiún años, a reinventar el Amor.

Su familia se ha convertido también en la mía. Sus padres supieron decirle sin conocerme: “Si tú la has elegido, es que ella es buena”. Su confianza llenó de calor mi corazón y me ayudó en el camino de la reconciliación. 

Los mil milagros de la amistad me han permitido releer mi pasado con una mirada de esperanza (69).

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Yo sentí que en mí había un espacio al que los verdugos no tenían ningún acceso. Ellos no podían imaginar hasta qué punto representaban para mí el mal absoluto (84).

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En Auschwitz, el viento me hizo regalo de una pequeña pluma de pájaro. Yo la acogí en el hueco de mi mano como si viniera de otro mundo.

A las cuatro de la mañana, veía las estrellas desfilar al ritmo de los golpes y de los gritos.

Sentía que ellas nos observaban, con los ojos brillantes de lágrimas, asombradas de tanta crueldad sobre la tierra de los hombres.

De pie, agotas, buscábamos fuerzas en esos millares de luces. Yo imaginaba que mi familia, nuestras familias, se encontraban en cada una de ellas y velaban sobre nosotros. Esos instantes, raros, aligeraban el día demoníaco que se levantaba (87).

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Con una mirada yo puedo matar. Con una mirada puedo ayudar a nacer. Soy responsable de mi mirada (90).

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En el vagón de ganado que nos conducía a Auschwitz, yo miraba con envidia el trozo de salchichón que comía una persona. Ella percibió mi mirada y me ofreció una rodaja, que yo compartí con mi madre y mi hermana. La posibilidad de saborear un gesto gratuito como éste, hace que la vida merezca la pena de ser vivida (90-91).

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Los nazis nos daban sus respuestas: “Los judíos son menos que nada.” Yo he compartido el destino de estas “nadas” durante doce meses. He encontrado judías creyentes y no creyentes. He oído hablar de Dios, pero yo no veía muy claramente la diferencia entre el Dios de los nazis en nombre del cual ellos nos exterminaban y el Dios de los judíos que éstos invocaban. En esa época yo no comprendía nada, pero su fervor y su confianza en ese Dios sembraron en mí un interrogante, a pesar de mí misma.

A los diecinueve años, el rostro de una mujer me ha interrogado. Durante mucho tiempo yo la observé antes de abordarla. Ese rostro era presencia, acogida, comprensión, pudor. Cuando ella estaba presente, las heridas que yo escondía bajo una espesa capa de silencio me hacían menos daño. La cruz que llevaba en su cuello me intrigaba mucho y fue el origen de un diálogo que me condujo a la lectura del Evangelio y al descubrimiento de Jesús. A través del rostro de esta mujer, he encontrado el rostro de Dios que me ha llamado por mi nombre (108-109).

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Sobre una cama de hospital comprendí que los sufrimientos, la angustia, los miedos y las alegrías que yo sentía eran realmente las mías, y consentí en acogerlas, humildemente. Por primera vez experimenté ese día la compasión hacia mí. El encuentro con ese yo herido me ha liberado de la esclavitud interior y ha dado inicio al camino hacia mí misma (113).

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La bondad me ha visitado a menudo. En esta ocasión tomó un rostro repugnante, lleno de marcas de viruela. Sus ojos negros lanzaban llamas terribles y su voz era ruda y atronadora. En mi fuero interno yo sentía aversión por ese gran cuerpo tosco, impresionante por su poder.

Nosotras clavábamos unos raíles y descargábamos vagonetas llenas de traviesas. Estábamos rodeadas de guardianes que también trabajaban, y el conjunto estaba estrechamente vigilado por uniformes negros, marcados con la calavera de la muerte.

Al cabo de varios días tenía yo mucha dificultad en seguir a los otros y miraba con envidia los pies de las que todavía estaban calzadas: me habían robado mis zapatos. Para mí tenían un inmenso valor: las plantillas estaban llenas, en su interior, de notas que yo había tomado a escondidas, sobre pedazos de sacos de cemento recuperados. Esos robos eran frecuentes. A cambio, me habían dejado un par de botas de militar que eran demasiado amplias y por cuyos agujeros entraba el frío a sus anchas. Era la vida misma la que me habían robado. Yo caminaba sin ver nada, mis ojos fijos en mis pies que se arrastraban por delante de mí. De pronto una voz hosca y potente me recuerda que hay que ir más deprisa. Lágrimas de frío caen sobre mi rostro a causa del vivo sufrimiento de mis pies helados. Yo golpeo los clavos con rabia y desesperación.

El rostro vil de fuerte voz lo ha visto todo: bruscamente, me arranca el martillo de mis manos y me ordena seguirle. Me conduce cerca de una hoguera encendida en el bosque, en un lugar escondido. Me grita con una voz llena de maldad, pero que es desmentida por una mirada llena de bondad; gesticula ostensiblemente y fricciona mis pies con unos periódicos. Saca de su mochila un par de zuecos y me los calza. Con este gesto gratuito me da la vida, al mismo tiempo que arriesga la suya.

Mi guardián bueno se convirtió durante cuatro meses en el amigo escondido, atento, compasivo. Durante esos ciento veinte días, el trabajo fue para mí menos duro, las jornadas menos largas, porque en sus ojos yo veía mi rostro humano. Cuando se marchó, pude llorar de nuevo y esperar todavía en la bondad de los hombres (44-46).



Autora: Magda HOLLANDER-LAFON
Título: Quatre petits bouts de pain. Des ténèbres à la joie
Editorial: Albin Michel, Paris, 2012