La muerte del abuelo

En primavera supimos que mi abuelo, el padre de mi madre, había caído gravemente enfermo y que sus días estaban contados. Mi abuelo recibió la amarga noticia en silencio. Su mirada circular se redondeó aún más. Por la noche le dijo a mi madre: “Esta separación que hay entre los vivos y los muertos es una separación imaginaria. El tránsito es más fácil de lo que nosotros suponemos. Se trata tan sólo de cambiar de lugar y pasar a un nivel más alto”. Al oír sus palabras mi madre se echó a llorar como una criatura.

Sus hábitos cotidianos no se vieron afectados en modo alguno. Por la mañana iba a rezar y a la vuelta comía algo y se sentaba en la terraza, lo que constituía para él una especie de preparación a la lectura diaria. A veces estudiaba el mismo libro durante muchos días y en otras ocasiones cambiaba, pero en su mesa no había nunca más de un libro. Cada cierto tiempo mi madre le llevaba una taza de té con limón. El abuelo le daba las gracias y le preguntaba algo, y mi madre se sentaba a su lado. Era evidente que quería a su hija y que le alegraba tenerla cerca.

Una vez al día yo entraba a verlo. Solía acariciarme la cabeza mientras me mostraba las letras de un libro que estaba leyendo y me contaba una pequeña historia o una parábola. Una vez me contó algo que no llegué a comprender. Él probablemente se dio cuenta de que no lo había captado y me dijo: “No importa, lo importante es amar esta mañana”. Tampoco entendí esta expresión y, a pesar de todo, ha permanecido grabada en mi memoria hasta el día de hoy como un enigma agradable. Era tan diferente de nosotros que a veces me parecía que no nos pertenecía, sino que había venido a visitarnos desde otros mundos.

En primavera seguía todavía en el pueblo donde habían nacido él, sus padres y los padres de sus padres. Al principio se negaba a abandonar su propiedad, pero cuando su enfermedad empeoró y requirió tratamientos en el hospital, aceptó venir a la ciudad. Mi madre le preparó una habitación y fue a buscarlo en el carruaje. 

Y así vino a vivir con nosotros. Desde su llegada, mi madre cambió por completo. Su rostro se alargó, corría constantemente de la cocina a la habitación. El abuelo no pedía nada, pero mi madre sabía con exactitud lo que necesitaba. Cuando ella le daba compota de ciruelas, su cara se llenaba de luz por un instante. Aquel postre siempre le había encantado.

Por la mañana se sacudía para levantarse y salir a rezar. Su fe era más fuerte que su cuerpo, que se iba debilitando. Mi madre intentaba retenerlo, pero él no lo consentía. La oración de la mañana en la comunidad infundía a su cuerpo fuerzas renovadas. Solía regresar lleno de asombro.

A veces lo inundaba la nostalgia por su pueblo. Era una melancolía muy real, como si estuviera cerca de los árboles y los arroyos que rodeaban su casa del pueblo. Ahora estaba cerrada con llave, y dos campesinos cuidaban de los árboles frutales y del jardín. Había vendido los animales y las aves hacía tiempo, excepto una vaca que la abuela había pedido que conservasen.

A mediodía mi abuelo se levanta de la cama y sale al balcón. No suele hablar de su fe, pero ésta se entrevé en todos sus movimientos. A veces tengo la impresión de que está solo porque es un incomprendido, aunque otras tengo la sensación de que su habitación está llena de vida, de huéspedes invisibles que vienen a visitarlo, a quienes les habla en el lenguaje del silencio.

Mi padre y mi madre discuten de vez en cuando en la cocina, exponen sus argumentos con puños apretados, intentan convencerse con un torrente de palabras, y cuando éstas ya no son útiles, emiten gritos quebrados, se alejan uno del otro y callan. El silencio del abuelo es un silencio tranquilo y carente de ira, como una almohada mullida donde uno reposa la cabeza.

Yo no sabía que aquéllos eran los últimos días en casa y, a pesar de todo, me repetía a mí mismo: “Tengo que sentarme con el abuelo y observarle. No puedo perder su imagen sentado en el balcón, ni su mirada cuando estudia un libro. Y tampoco debo olvidar a mamá, sentada a su lado”. Presentía que los días por venir no iban a ser buenos, aunque nadie se imaginaba que el diluvio estaba ya avanzando hacia nosotros. Al final del verano, en un día claro sin una sola nube en el cielo, mi abuelo se quedó dormido y no despertó de su sueño.



Autor: Aharón APPELFELD
Título: Tzili, la historia de una vida
Editorial: Península, Barcelona, 2005
Pp. 34-40