Mis tres virtudes, dice Dios, Señor de las tres virtudes,
no son sino como hombres y mujeres que habitan una casa terrena.
Y no son precisamente los niños los que trabajan
pero en realidad nadie trabaja sino por los hijos.
No es el niño el que va al campo,
el que siembra o recoge la cosecha,
ni el que sierra la madera para el invierno,
pero ¿iba a tener el padre el coraje par trabajar
si no tuviera hijos, si no fuera por sus hijos?
Ahora en el invierno,
cuando está trabajando de firme en el bosque,
cuando precisamente está en lo más duro de la tarea,
en pleno bosque helado,
en pleno invierno,
cuando sopla un cierzo áspero
que le traspasa los huesos y todos los miembros,
y está transido de frío y je castañetean los dientes,
y la escarcha le forma caramelos de hielo en la barba,
piensa de pronto en su mujer que se ha quedado en casa
y que es una buena mujer de su casa
y piensa en sus hijos que están tan tranquilitos en casa,
que juegan y se divierten en este instante al amor de la lumbre
y que quizá hasta estén pegándose los unos con los otros
para divertirse.
Está viendo a sus tres hijos: dos niños y una niña
de los cuales él es padre ante Dios.
Ve a su hijo mayor,
a su mocito que ha cumplido doce años en el mes de septiembre,
y al más pequeño que ha hecho siete años en el mes de junio.
De este modo la niña queda en medio de los dos muchachos,
como debe ser,
para que esté defendida en la vida por sus dos hermanos.
Está viendo desde el bosque a sus tres hijos,
que le sucederán y le sobrevivirán sobre la tierra,
que poseerán sus casas y sus tierras,
o por lo menos sus herramientas de trabajo,
si no hay tierras.
Porque si no hay casa ni tierras,
no las heredarán sus hijos,
eso es todo.
Él se pasó muy bien sin ellas para vivir.
y ellos harán como él: trabajarán.