INTRODUCCIÓN: “Padre”, una palabra culturalmente incorrecta
La primera palabra con la que el Señor nos ha enseñado a dirigirnos a Dios es la palabra “padre”. Sin embargo el sentido de esta palabra está muy adulterado en nuestra sociedad, marcada por la revuelta de mayo del 68, que fue una revuelta contra la figura del padre y todo lo que ella representa. En los muros de París se podía leer este eslogan: “Los enemigos de mi padre son mis amigos”. Desde mayo del 68 el hombre europeo contemporáneo se piensa a sí mismo como huérfano, sin raíces fuera del espacio-tiempo, como un descendiente del mono que camina hacia la nada. Se le ha dicho que la paternidad es “represiva” y que el padre es el enemigo de su libertad y él se lo ha creído.
“Padre”, en cambio, quiere decir que nunca somos huérfanos, que nunca estamos perdidos, entregados a las fuerzas y a los condicionamientos de este mundo, sino que tenemos un recurso, que tenemos un origen fuera del espacio-tiempo; porque todo este universo, que empezó con el “big-bang”, es un universo que se produce en la palabra, el aliento y el amor del Padre. Y todo tiene una bondad y una belleza profunda, porque en la raíz de todo hay una paternidad infinitamente misericordiosa que todo lo anima. El hecho de que las cosas existan, de que participen del ser, nos remite al Padre; el hecho de que podamos comprenderlas, de que posean una estructura prodigiosa que nuestra inteligencia puede captar, nos remite al Hijo que es la Palabra eterna del Padre, anterior a todo lo creado (Jn 1,1); y el hecho de que sean bellas, de que estén insertas en un orden dinámico y que tiendan hacia su plenitud, nos remite al Espíritu Santo vivificante. Por eso, con toda razón, el Catecismo de la Iglesia Católica afirma: “La primera palabra de la Oración del Señor es una bendición de adoración, antes de ser una imploración. Porque la Gloria de Dios es que nosotros le reconozcamos como “Padre”, Dios verdadero” (2781).
Sin embargo, dada la situación cultural (‘antipaterna’) en la que nos encontramos, el Catecismo afirma: «Antes de hacer nuestra esta primera exclamación de la Oración del Señor, conviene purificar humildemente nuestro corazón de ciertas imágenes falsas de “este mundo” (…) La purificación del corazón concierne a imágenes paternales o maternales, correspondientes a nuestra historia personal y cultural, que impregnan nuestra relación con Dios. Dios nuestro Padre trasciende las categorías del mundo creado. Transferir a él, o contra él, nuestras ideas en este campo sería fabricar ídolos para adorar o demoler. Orar al Padre es entrar en su misterio, tal como Él es, y tal como el Hijo nos lo ha revelado: “La expresión Dios Padre no había sido revelada jamás. Cuando Moisés preguntó a Dios quién era Él, oyó otro nombre” (Tertuliano) » (2779).
La NOVEDAD de llamar a Dios “Padre”
Romano Guardini insiste en que el pensamiento religioso anterior al cristianismo conocía experiencias de la “paternidad” divina, como poder benéfico y protector que, desde lo alto, envuelve la vida de los hombres. Pero que, cuando Cristo nos manda llamar “Padre” a Dios no está pensando en nada de esto, sino que este nombre es revelación de un misterio del que, hasta ese momento, no había ningún presentimiento: “nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiere revelárselo” (Mt 11,27); “Nadie viene al Padre sino por mí” (Jn 14,6). Así, pues, el Padre a quien él se refiere, está oculto por naturaleza. Podemos decir incluso que él es en sí el Dios desconocido, que sólo se manifiesta por esa revelación. “A Dios nadie le ha visto: el único Hijo, que está en el seno del Padre, es quien nos lo ha manifestado” (Jn 1,18).
La paternidad de Dios que Cristo nos revela no tiene nada que ver con la religión natural ni con ningún fenómeno de este mundo. Aquí se ve el fondo de la fe cristiana, la revelación de la vida interior de Dios: que él tiene en sí mismo el misterio de la fecundidad, en su existencia eterna y sagrada; que en él hay compañía, y que en la eterna comprensión entre Padre e Hijo tiene lugar el diálogo divino. Y a esa comprensión, al amor que allí reina, alude en su esencia los discursos de despedida cuando lo designan como “el Espíritu Santo” (Jn 14,26; 16,7.13). Esto es en la eternidad, independientemente de todo lo que se llama “mundo”. “No es una paternidad que surja del mundo, sino el Dios de quien nadie sabe; sólo su Hijo, Jesucristo, nos le ha manifestado”.