La castidad consiste en ajustar nuestra expresividad, las palabras y los gestos de nuestro cuerpo, a la verdad y al amor. Ser casto es no-mentir con los gestos del cuerpo y hacer que esos gestos sean gestos de amor. El pecado contra la castidad no consiste en la conculcación de un tabú, sino en vivir la relación con los otros ignorando su verdad, es decir, que son otros (alteridad) y que son un rostro y haciendo que ese acto que la Biblia llama “conocimiento” (“Adán conoció a Eva, y Eva quedó encinta”, cf. Gn 4,1) se produzca de manera ciega, ignorando la condición personal del otro, haciendo que el rostro se convierta en cuerpo, en vez de que todo el cuerpo se convierta en rostro.
La castidad comporta la unificación de todos los elementos y las fuerzas de la persona en el amor, la integración de las fuerzas caóticas de la vida, es decir, del universo pulsional, del mundo ciego del deseo, de lo que podríamos llamar el eros, en una relación personal. Gracias a la castidad, con la actitud de renuncia a la posesión que comporta, los otros van siendo para nosotros unos rostros, en vez de ser únicamente unos “cuerpos”. Entonces es posible el amor.
La castidad hace posible el verdadero amor que consiste en hacer alianza con el otro, es decir, en reconocer al otro en los términos que expresan su verdad en relación conmigo -como marido y mujer, o como padre e hijo, o como amigo, hermano, sacerdote, compañero, etc.- y decirle al otro que siempre podrá contar conmigo, que me encontrará siempre en los términos en los que hemos hecho alianza. Hay muchas formas de alianza, porque hay muchas formas de amor, pero en todas ellas es esencial la fidelidad, no el deseo. La castidad hace posible la alianza -el amor- porque “circuncida” el deseo, obligándolo a la verdad, es decir, a la realidad, y prohibiéndole la “posesión” del otro, porque el otro no debe ser nunca un objeto poseído sino un rostro con quien vivo en comunión, una persona con quien mantengo una alianza.
Si la castidad consiste en vivir al otro como persona, entonces implica descubrir al otro en la duración, descubrirlo como historia que se está haciendo, y no únicamente como posibilidad en el juego de la seducción y el instante erótico. Es aceptarlo con su pasado, que tal vez es doloroso, escuchar el relato de su infancia, la confesión de sus equivocaciones, la pena y la alegría de la lenta afirmación de sí mismo; y hacer todo esto sin ningún tipo de envidia ni de celos. Y no es solamente asumirlo con su pasado, sino hacerme responsable de él en su futuro, en su porvenir. Comprender al otro en su duración, asumirlo como historia, es también aprender a ser paciente, mientras que la pasión, el intercambio de dos fantasías y el contacto de dos epidermis son impacientes por naturaleza. Y en contra de lo que se suele decir, no se trata de que “los dos se hagan uno”, sino que “cada uno se haga dos”, es decir, asuma la vocación del otro que es distinta de la suya.
“Un corazón casto es un corazón amante”, escribe un cartujo. La castidad es, en efecto, una cualidad de nuestro amor, su transparencia, su verdad, su fidelidad. Es la incandescencia del amor. Por eso es bella. Su belleza reside en que ella nos implanta en la verdad, en el amor y en la luz. Como todo lo bello es difícil, y requiere un esfuerzo de nuestra parte.