Mt 21, 28-32 pone ante nuestros ojos la importancia del arrepentimiento en nuestra relación con Dios. Pues nuestra espontaneidad no está necesariamente de acuerdo con la voluntad de Dios y el primer movimiento de nuestra naturaleza suele consistir en hacer lo que nos apetece y no lo que Dios nos manda. Pero el Señor nos dice que ese primer movimiento puede ser corregido mediante el arrepentimiento, como hizo el primer hijo de esta parábola: “Pero después se arrepintió y fue”.
El Señor cita también el caso de los publicanos y las prostitutas que, obviamente, llevaban una vida del todo contraria a la voluntad de Dios, pero que, en cuanto escucharon la predicación de Juan el Bautista, se arrepintieron y creyeron, al contrario de los sumos sacerdotes y ancianos del pueblo, a los que dice el Señor, “vosotros no os arrepentisteis ni le creísteis”. Porque la fe no es un “sentimiento”, sino un acto libre, una decisión de mi libertad por la que decido obedecer a Dios, fiarme de Él y actuar según lo que Él me indica.
Entre la fe y el arrepentimiento hay una profunda conexión: no se puede creer sin ser llevado al arrepentimiento. Hay un arrepentimiento que concierne a los actos malos que hemos realizado y un arrepentimiento que se refiere a mi manera de ser, al tipo de personalidad que yo me he construido. Al principio, durante muchos años, me arrepiento de mis obras malas, pero sin poner en cuestión mi manera de ser. Después llega un día en el que, tocado por la gracia de Dios, empiezo a darme cuenta de que “mi manera de ser” tiene algunas características de las que me he de arrepentir y que debo cambiar. Ese día descubro, pongo por caso, que en mi personalidad hay demasiada ambición, demasiada arrogancia, demasiada voluntad de poder. Y digo: esto tiene que cambiar, yo no debo seguir yendo por la vida de este modo, he de ser más humilde, menos envidioso, menos vanidoso, he de corregir el rumbo, tengo que cambiar la orientación, la trayectoria de mi vida.